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«El actor borbónico» se acerca, en un contexto europeo, a problemas y procesos que en el periodo denominado “largo siglo XVIII” constituyeron las bases del modo de entender la actividad y la función del intérprete moderno. El libro estudia los aspectos profesionales en sus vertientes económica, técnica (ensayos, escuelas, tratados), de reivindicación y representación social de la actividad mediante fórmulas novedosas como los retratos y las primeras necrológicas en una sociedad que ya era del espectáculo. Al mismo tiempo, centra las disputas sobre los modelos interpretativos y sobre su creciente nacionalización, así como la creación de un público silencioso y respetuoso que supiera apreciar las novedades interpretativas, ligadas a una puesta en escena y a una declamación sentimental en consonancia con los gustos literarios que exaltaban la individualidad del yo.
Las distintas colecciones de la Asociación de Directores de Escena han prestado singular atención a la técnica actoral. Si bien alguno de los títulos se centra en la técnica actual, como Interpretar sin dolor, de Don Richardson (2010, trad. Fernando Santos) destacan los dedicados al siglo XVIII, entre otros: las traducciones de Lydia Vázquez de La mimógrafa, de Rétif de la Bretonne (2010) y de La paradoja del comediante, de Diderot (2016) o las ediciones de Francisco Lafarga a El hijo natural (2008) y El padre de familia (2009), de este último, a las que acompañan sendos escritos relevantes para la actuación: Conversaciones sobre el hijo natural y De la poesía dramática. Joaquín Álvarez Barrientos, uno de nuestros más prestigiosos dieciochistas, se ha encargado propiamente de firmar distintos trabajos sobre la historia del actor en España. A él le debemos la reedición de los estudios de Emilio Cotarelo y Mori, pioneros, por su rigor científico, sobre el tema: Actrices españolas en el siglo XVIII. María Ladvenant y Quirante y María del Rosario Fernández, la Tirana (2007) e Isidoro Máiquez y El teatro de su tiempo (2009). En las páginas introductorias: “Las actrices de Emilio Cotarelo y Mori” y “Emilio Cotarelo, Isidoro Máiquez y La melancolía”, recorre y contextualiza la atención que el erudito prestó a los actores. Por el último volumen, Álvarez Barrientos obtuvo el Premio Leandro Fernández de Moratín para estudios teatrales, que otorga la ADE. Galardón que volvió a concedérsele este año 2020 con ocasión del libro que ahora nos ocupa: El actor borbónico (1700-1831).
Es este un libro fundamental, y esperado, que tiene mucho de obra de plenitud; de legado. La historia del actor en España ha sido una de sus líneas fundamentales de investigación y, en El actor borbónico, encontraremos reunidas, revisadas y ampliadas sus observaciones más sobresalientes aparecidas, a lo largo de más de tres décadas, en las reediciones mencionadas, en una amplia serie de artículos difundidos en prestigiosas revistas científicas o en otros trabajos dedicados al teatro dieciochesco que conectan también con el trabajo actoral. Me refiero, podríamos añadir más títulos, a su coedición (1988) de las Memorias cronológicas sobre el teatro en España (1785), de José Antonio de Armona y Murga, o a su edición de Madrid en 1808: el relato de un actor. Rareza bibliográfica, obra del cómico Rafael Pérez, que recuperó del olvido. En estos estudios, reflexionó sobre el concepto de ilusión escénica, sobre la formación y consideración social del actor, su naturalidad en la interpretación, sobre la existencia de un sistema nacional de declamación, descubrió alguna de las primeras tentativas docentes, como la escuela de Aguirre, y nos acercó a los tratados de Antonio Rezano Imperial, uno de los pocos ejemplos de tratadística original. Estas investigaciones, más allá de su indiscutible valor científico, han contribuido al viraje en la metodología con la que tradicionalmente, desde el ámbito académico, se estudiaba el teatro. Su perspectiva, como la de otros colegas –Evangelina Rodríguez Cuadros, Teresa Ferrer, Josep Lluís Sirera, Jesús Rubio, Luciano García Lorenzo, César Oliva, etc.– ha consolidado los estudios teatrales, al centrar su trabajo en el actor, desde su dimensión práctica última y genuina.
No obstante, y aunque esto pueda resultar contradictorio con lo que venimos afirmando, el autor nos advierte en las páginas iniciales del libro que no estamos ante una historia de actores ni de sus técnicas interpretativas. En efecto, pues estas se explican insertas en los cambios que, en conjunto, se operan en la transición al siglo XVIII y a lo largo de todo él. Así, la obra resulta en un diálogo constante entre la evolución que conoce la escena en respuesta a cuestiones de cariz filosófico, sociológico, estético, económico y político, que la acercan a una historia de las mentalidades. Esta historia tiene como eje central al hombre moderno, que viene a desarrollarse en España con la llegada de la dinastía borbónica. El teatro irá configurándose como escuela de costumbres para ese hombre nuevo, lo que implicará modificaciones en cada uno de los elementos que constituyen la escena: una nueva dramaturgia –si se me permite el anacronismo–, tendente a esa ilusión de veracidad –asunto este harto complejo desde el punto de vista epistemológico–, que privilegiará la prosa, la expresión de las emociones y encontrará en la comedia lacrimógena, burguesa o urbana –soy consciente de la generalización– su fórmula más adecuada, además de en la adaptación de las comedias barrocas.
Por otra parte, el traslado de la configuración de los tipos a personajes o caracteres dramáticos individualizados exige, en consecuencia, una nueva pericia al actor, que debe abandonar los resabios y la fórmula tradicional, artesanal y hereditaria de ejercer su oficio. Toda la arquitectura y ornato irán cambiando –espacio, decorados, iluminación, vestuario– lo que condiciona, como estudia Álvarez Barrientos, el hacer del actor; y a su vez al espectador, pues se modifica también la forma de ver. Como elemento esencial del hecho escénico, el actor tomará conciencia de la valía de su actividad, tradicionalmente denostada. De modo que la reivindicación de su ejercicio corre paralela a la consideración como arte liberal. Esto justifica, lo explica con rigor el autor, la reflexión acerca de su formación, de la apertura de escuelas y de la composición –traducciones la mayoría de las veces, síntoma de la conexión entre las distintas escenas europeas– de manuales o tratados donde aprender su ejercicio.
En este sentido, la cronología que enmarca El actor borbónico (1700-1831) resulta coherente, a pesar de que proyectos, críticas, planes, reflexiones, tratados, y otros testimonios a propósito del actor, se multiplican, sobre todo, a partir de la segunda mitad del XVIII. En 1700, año que instaura el cambio dinástico, se inicia la redacción de la anónima Genealogía, origen y noticias de los comediantes de España. Según Álvarez Barrientos: “Lo que interesa destacar es que en este diccionario, que en parte funda la historia del actor, se tiene orgullo de pertenecer a la grey cómica […]. Es esa conciencia, lo mismo que pertenecer a un oficio útil, lo que lleva a escribir, por primera vez que se sepa, una enciclopedia como esta, que muestra, como si de un linaje de abolengo se tratara, los orígenes de sus miembros para crear una memoria identificativa y referencial a la que acudir” (158). Tras esta suerte de genealogía, que sirve de asunción identitaria a los cómicos, el investigador recorre las claves fundamentales sobre la mejora de la profesión y los elementos que la condicionan, tanto de su ejercicio en sí como de su percepción social, hasta llegar a la apertura de la Escuela de Declamación Española, en 1831, dentro del Real Conservatorio de Música de María Cristina. Esta apertura, recoge el bagaje e institucionaliza definitivamente los objetivos de las tentativas desarrolladas durante todo el periodo anterior. Entre estas, se detiene en la labor de Francisco Mariano Nipho, responsable del nacimiento de la crítica teatral. Sus reseñas, como las de otros intelectuales del momento, son fuente documental prioritaria para explicar cómo evolucionaba la moda interpretativa. También estudia su propuesta de reforma escénica y aventura los motivos por los que, como otras que le sucedieron, no se llevó a la práctica. Es un proyecto coetáneo a la apertura de la escuela sevillana para formar actores que impulsa Pablo de Olavide. Álvarez Barrientos recoge el paso del maestro de declamación de esta escuela, Louis de Azema y Reynaud, a la dirección de los actores de los coliseos de Madrid y el fracaso al implantar el estilo de la declamación francesa. El libro se detiene en la resistencia y fricciones que se oponían y obstaculizaban estos cambios.
La tarea de la Junta de Reforma de Teatros está profusamente documentada y analizada. En gran medida, y a pesar del corto espacio de tiempo en el que estuvo operativa, nos permite conocer cómo cristalizaban los distintos factores presentes en la mejora escénica. La gestión política y cultural de los intelectuales ilustrados –Urquijo, Moratín, Díez González, Rodríguez Ledesma, Navarro– centraliza la dirección y el control de la actividad, lo que restaba la participación directa de los propios actores. Por otra parte, abre en la temporada de 1800-1801 y siguiente clases de baile, música, esgrima y declamación en el coliseo del Príncipe. Para esta formación se publica el Ensayo sobre el origen y naturaleza de las pasiones, del gesto y de la acción teatral que Francisco Rodríguez Ledesma, bajo el anagrama de Fermín Eduardo Zeglirscosac, compone a partir de fuentes extranjeras: la conferencia del pintor C. Lebrún sobre la expresión de las pasiones y la traducción francesa de las cartas sobre pantomima de J. J. Engel, entre otras.
El contenido del tratado remite a dos cuestiones esenciales: la relación entre el ámbito pictórico y la escena –sobre la que se detiene el autor en varias ocasiones, por ejemplo, al referirse a los retratos actorales– y a la relevancia de la llamada interpretación muda; es decir, a la expresividad con la que el actor reacciona, en especial, durante la escucha. No obstante, Álvarez Barrientos entiende que todavía se está ante una propuesta de aprendizaje de las pasiones desde un código estático. De otro lado, las escasas muestras iconográficas sobre actores españoles, incluidas con acierto al final de la monografía, permiten aventurar el manejo o conocimiento por parte de los actores de este u otros manuales análogos. Varios de estos testimonios, aparte del retrato de Goya, muestran a Isidoro Máiquez recreando alguna de sus interpretaciones más célebres. Precisamente porque disponemos de estos ejemplos, creo que hubiera resultado más a propósito ilustrar la primera de cubierta con una de estas imágenes, en lugar de con el grabado anónimo inglés que figura –aunque ignoro a quién ha correspondido esta decisión–.
Máiquez se toma como paradigma del nuevo actor que espera forjarse. Su marcha a París, que coincide y se explica en el marco de la puesta en marcha de la Junta, opera como punto de inflexión. El libro muestra cómo se concentran en su persona la reivindicación de la liberalidad del oficio, su implicación política activa como “ciudadano” y, como artista, su contribución para la búsqueda de un sistema nacional de interpretación, desde la aclimatación entre la forma tradicional y las nuevas tendencias impulsadas desde Francia: el llamado “justo medio” –expresión que, como los términos de verosimilitud o naturalidad, no deja de ser problemática–.
Es frecuente que algunos textos teatrales posteriores –bien propuestas para hacerse con las empresas, bien proyectos y planes, por ejemplo– se justifiquen, en parte, a partir de la figura de Isidoro Máiquez y de la pérdida que su muerte habría supuesto para la consolidación de la renovación teatral. Álvarez Barrientos se detiene en varias ya conocidas: la escuela de Sáenz de Juano, el colegio para representantes de Casimiro Cabo Montero –estudiado anteriormente por Bolaños Donoso–, y en la labor desarrollada por Juan de Grimaldi en la década anterior a la apertura de la Escuela de Declamación Española. Documenta otras tentativas, apenas estudiadas por los especialistas, como la de Diego de Sevilla y Julien Paques, a la que se podría añadir la Academia de Arte Dramático, Filarmónico y Baile, que propone Vicente Castroverde en 1828, apenas dos años antes de la apertura del Conservatorio de Música de María Cristina; y que recogí en mi tesis doctoral (2008).
Álvarez Barrientos analiza el predominio de la música en la apertura del Conservatorio, pues la enseñanza de la declamación no se implanta hasta el año siguiente, como ya comentamos. Esta particularidad seguía reflejando una mejor apreciación del llamado teatro cantado frente al de verso, y, por supuesto, hacia sus profesionales. Quizás sea oportuno recordar que Francisco Piermarini, el director, abrió las clases de declamación a los alumnos internos que pertenecían a la sección musical. Varios padres protestaron, calificando de infame a la profesión cómica y negándose a que sus hijos participaran en las funciones públicas. Sea como fuere, la institución contribuyó al reconocimiento social de sus maestros, puesto que, como también se recoge en el volumen, esta condición les permitió el tratamiento de “don” y alcanzar distinciones honoríficas como la de Caballero de la Real Orden de Carlos III. Sobre la operatividad de la Escuela de Declamación Española, el autor recupera el testimonio del que fuera alumno Gaspar Gómez Trigo; al que podríamos sumar, por las analogías que presenta, el que Julio Nombela imprime de su paso por el Conservatorio en Impresiones y recuerdos.
Quisiera detenerme en otras dos cuestiones de las muchas que este libro presenta. En primer lugar, la atención dedicada al impacto de la economía en el quehacer teatral –apartado “Apuntes económicos” (200-210)–, pues, como el autor nos advierte y constatan los ejemplos que da, esta perspectiva no siempre se atiende en los estudios teatrales. En segundo lugar, las reflexiones en torno a la verosimilitud, la ilusión y, especialmente, las que desarrolla en las páginas destinadas a la relación actor-personaje, a la naturalidad y a la tendencia sentimental del actor (286 ss.) porque vuelven constantemente a situarnos, como en el caso del justo medio, ante un problema epistemológico; quizás, para el caso del arte dramático, de difícil resolución. En efecto, a lo largo del libro el autor nos advierte de la historicidad y de la relatividad del significado que debemos atribuir a los términos verdad o naturalidad. Y es que cuando hablamos de estos términos, igual que sucede con la noción de verosimilitud, entramos no solo en cuestiones artísticas o de perspectiva histórica, sino, además, en el terreno de lo moral; tal y como agudamente señaló también Jaume Melendres en La Dirección de los actores. Diccionario Mínimo (Madrid, ADE, 2000, 141-142).
En definitiva, El actor borbónico (1700-1831) es una obra de investigación modélica. Es modélica, entre otros aspectos, por la relevancia, variedad y manejo de las fuentes documentales y por la bibliografía especializada tanto teatral como de otros ámbitos que sustentan su solvente discurso argumental. El libro corrobora el magisterio intelectual de su autor. Este trabajo, asimismo, viene a llenar la laguna que deja Laurence Marie en su, por otro lado, meritorio Inventer l’Acteur. Émotions et spectacle dans l’Europe des Lumières, París, Sorbonne Université Press, 2019, que apenas presta atención al caso español. Confío en que estas páginas hayan hecho a El actor borbónico, siquiera mínimamente, la justicia que merece.
Guadalupe Soria Tomás. Universidad Carlos III de Madrid
Madrid, 2019. 512 págs.
ISBN 978-84-17189-21-1