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Marguerite de Valois o de Angoulême (1492-1549), reina consorte de Navarra, fue una mujer adelantada a su tiempo. Escritora, humanista, espiritual, entregada a las letras y atraída por el platonismo cristianizado, se apasionó por la renovación religiosa protestante dedicada a purificar la fe y transmitió en sus escritos la necesidad de una tolerancia que hiciera posible la convivencia pacífica entre los hombres.
El compendio de novelas cortas del «Heptamerón» constituye su obra más conocida. Pero su amplia producción literaria abordó igualmente la poesía y un buen conjunto de textos teatrales, algunos de los cuales se convirtieron en un referente del teatro renacentista de carácter polémico protestante en Francia y Europa. Este volumen presenta, por primera vez en español, «El inquisidor» y «El enfermo», dos de sus farsas más relevantes.
Una vez más, las publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España vienen a recuperar la producción dramática de una autora que, a pesar de la relevancia de su figura, y de la proyección política y cultural que tuvo en su época, está hoy en la práctica casi olvidada.
Presentada habitualmente como una mujer adelantada a su tiempo, y su obra como una casi anacrónica excentricidad de formalización medieval, revisando la biografía y las anotaciones trazadas por Nadia Brouardelle -que también se ha encargado de su edición y traducción-, y leídas las dos obras aquí reseñadas desde una inevitable contemporaneidad, puede decirse que Marguerite de Valois o de Angoulême (1492-1549), reina consorte de Navarra, fue, fundamentalmente, una persona de su tiempo: el primer Renacimiento. Una época compleja, más llena de aristas y ambigüedades de lo que a veces se nos ha hecho creer, y dominada por la controversia espiritual y un debate religioso, filosófico y político, en el que, como en tantos otros momentos, la historiografía hegemónica ha invisibilizado o menospreciado las aportaciones y el protagonismo de figuras femeninas como la que aquí nos ocupa; reduciendo con ello el canon de referencia y dificultando una compresión más profunda de los parámetros que los definen. En ese sentido, aunque su obra no es fácil de entender dentro de los géneros literario-dramáticos estrictamente definidos por la tradición filológica, tampoco sería tan excepcional o atípico, sino fruto del ambiente cultural que dio lugar a la reforma protestante y sus simultáneas y posteriores consecuencias. Una reforma en la que la escena teatral tuvo un importante papel propagandístico, y que la inclusión en la preceptiva de obras como estas facilita no sólo una comprensión más amplia del teatro de la época, y de las célebres guerras de religión del siglo XVI en Francia, sino también del nuestro y de sus códigos de representación.
Para ello, como hace Brouardelle en la introducción de la presente edición, muy adecuada para una publicación de la Asociación de Directores, es importante reconsiderar el texto escénico en su conjunto, incluyendo la lectura de las imágenes, de la proxémica y de las acciones implícitas en el texto dramático más allá de la literatura. Ya que, al igual que ocurre con los géneros medievales, los de la Edad Moderna tampoco pueden entenderse exclusivamente a través de teorías literarias, sino complementado por la información que aporta el análisis del espacio en el que se desarrollaron unos eventos que tenían un marcado carácter relacional, y del consecuente colectivo para el que estaban dirigidas dichas representaciones. Más aún cuando se trata de unas piezas escritas tan ostensiblemente para unas condiciones materiales de representación concretas, y están plagadas de referencias y citas a situaciones del momento, abstractas y concretas, políticas y místicas.
Así podemos destacar que, aunque no fueran de tema bíblico, con El inquisidor y El enfermo nos encontramos ante un teatro religioso, en el que por medio de la farsa y la alegoría visual (aunque no falten reflexiones a propósito de la supuesta decadencia del pensamiento alegórico con el fin de la Edad Media, cómo ocurre en las artes visuales, la alegoría tiene en el Renacimiento un indiscutible florecimiento; sólo hay que recordar como ejemplo la obra, indiscutiblemente alegórica inspirada en la mitología clásica, de Sandro Botticelli, entre otros muchos), se plantea alrededor de 1534, un teatro de tesis que en cierta forma prefigura al actual posdrama discursivo, o las piezas pedagógicas de Brecht. Se trata del llamado teatro polémico protestante, un género que alcanzará su completo desarrollo en décadas posteriores, pero que ya aquí presenta una destacada muestra de las posibilidades propagandísticas de la escena alegórica, gracias a su capacidad de, parafraseando a la propia Marguerite, deleitar e instruir al mismo tiempo. Y esto es llevado a cabo a través de una sensorialidad múltiple consciente, paralelo al carácter polisémico de la textualidad, en la que la movilización de las emociones, mediante la música y la apelación al imaginario plástico, es fundamental para hacer visible realidades abstractas y preocupaciones espirituales.
Marguerite nunca abandonó la iglesia de Roma, por lo que su teatro no puede considerarse extrictamente protestante, pero sí puede decirse que se trata de un tipo de expresión dramática que hay que entender en el marco de la crítica reformista a ciertas prácticas católicas. No podemos olvidar que, como dice Natacha Salliot, «La forma teatral permite una difusión amplia, inmediata y más accesible de los debates teológicos y facilita la expresión de la disidencia religiosa. Este teatro de propaganda tiene una gran variedad de formas e ideologías, sus armas y sus objetivos están cerca de los de otros discursos satíricos» (Natacha Salliot, «Théâtre et dissidence religieuse au xvie siècle: la représentation des élus», Les Dossiers du Grihl [En línea], 2013-01| Consultada 5 noviembre 2018. https://journals.openedition.org/dossiersgrihl/5872)
No es de extrañar, por tanto, que el debate propio de la reforma evangélica y del platonismo cristianizado que tanto influyó en su pensamiento, ocupe, junto con la otra gran polémica de la época conocida como querelle des femmes –querella de las mujeres-, gran parte de la producción literaria profana de Marguerite de Navarra. Y que lo haga echando mano del humor, a veces sorprendentemente vulgar, incluso zafio, y de la farsa, y no tanto de otros géneros como las Moralidades propiamente dichas, -quizás más apropiadas a primera vista, y que, aunque se suelen acotar dentro de la supuesta herencia del llamado teatro medieval, un estudio más detallado y desprejuiciado, que incluya el conocimiento profundo de la historia del arte y de la iconografía, las hace propiamente renacentistas-. Un acercamiento a lo popular que dice mucho del talante inclusivo y conciliador de su autora, que no sólo trata de integrar desde la perspectiva de la escenificación y el trabajo en un espacio en el que la simultaneidad de localizaciones y espacios de acción, característica del teatro francés del siglo XVI, es aprovechado para reforzar el carácter dialógico de la multiperspectiva, sino que, literalmente, da la palabra y pone en el centro del escenario a los más desfavorecidos y despreciados intelectualmente: un grupo de niños y un criado en el caso de El inquisidor, y una mujer trabajadora -una humilde sirvienta- en el caso de El enfermo, obtienen un resultado de claro empoderamiento moral y social, gracias, precisamente, al carácter marginal que les protege de la hipocresía y la corrupción sistémica dominante, y les permite una conexión más pura, íntima y directa con la palabra divina, desde la libertad de conciencia de los que como no tienen nada, no tienen nada que perder.
Alicia-E. Blas Brunel
Edición y traducción de Nadia Brouardelle
Madrid, 2018. 104 págs.
ISBN: 978-84-17189-13-6