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Orson Welles tuvo una pasión especial por «Moby Dick», la novela de Herman Melville. Fue uno de esos materiales a los que regresó una y otra vez a lo largo de su carrera. Y lo hizo tanto en su labor para la radio, como en otros proyectos para el cine y la televisión que no llegaron a ver la luz. Pero fue en el teatro donde consiguió materializar su decidido interés por la gran aventura de la ballena blanca. Su «Moby Dick» se estrenó en 1955 en Londres, con una recepción excelente.
El ensayo que realiza una compañía, que también está preparando «El rey Lear», adentra la obra por la senda de la metateatralidad. Con una singular combinación de lo shakespeariano y lo bíblico, Welles crea una lectura personal del relato de Melville, impregnada de elementos épicos, construidos a partir del escenario vacío, el movimiento, el sonido y la luz. Un texto que manifiesta su gran talento dramático, vertido ahora al español por Ignacio García May.
Con su admirado Nathaniel Hawthorne (The Scarlett Letter, The House of the Seven Gables, Twice-Told Tales), Herman Melville es uno de los más importantes escritores de las letras norteamericanas de expresión inglesa del siglo XIX. Aun cuando su fama deriva de la monumental Moby-Dick; or, the Whale (1851) es autor de otras novelas igualmente notables como Mardi, and a Voyage Thither (1849) o de relatos magníficos, como el titulado Bartleby, the Scrivener: A Story of Wall Street (1853), luego incluido en The Piazza Tales (1856), con otros relatos notables como Benito Cereno (1855). Además de varios poemarios, también escribió algunas consideraciones y reflexiones sobre teoría de la narración, como las contenidas en los capítulos 14, 33 y 44 de su novela The Confidence Man (1857) o en el ensayo Hawthorne and His Mosses (1850), dedicado al análisis e interpretación del libro de relatos Mosses from an Old Manse publicado en 1846 por N. Hawthorne.
Aunque toda la obra de Melville se suele ubicar en la literatura de aventuras, hay en toda ella mucho más que aventura, y podríamos decir que la aventura no deja de ser sino el telón de boca tras el que el lector puede realizar una larga y sugerente inmersión en una compleja red de significantes que contienen la historia entera de la civilización humana, y que al mismo tiempo formulan las grandes cuestiones que en todo tiempo y lugar han encendido la razón humana. Si bien es cierto que una parte de su obra toma como pretexto sus experiencias como marino durante poco más de cuatro años, la idea del viaje y la del encuentro con el otro, o lo otro, toman una dimensión con frecuencia epistemológica y/o metafísica, en tanto se trata de desvelar y revelar todo aquello que las apariencias o primeras impresiones ocultan.
La materia narrativa de Moby-Dick parece provenir de algunos relatos como el que publica Jeremiah M. Reynolds en el Knickerbocker Magazine en mayo de 1839 bajo el título de Mocha-Dick. Antes, en 1821, Owen Chase había publicado el opúsculo titulado Narrative of the Most Extraordinary and Distressing Shipwreck of the Whaleship Essex, en el que da cuenta del naufragio en medio del Pacífico del ballenero Essex, a causa del encuentro con un enorme cachalote. Más recientemente Ron Howard dirige la película In the Heart of the Sea (2015), basada en el ensayo histórico y homónimo que Nathaniel Philbrick publica en 2000, que recrea el hundimiento del Essex, y en 2012 Francisco Ortega y Gonzalo Martínez publicaban Mocha-Dick: La Leyenda de la ballena blanca, ensayo en el que asoma la leyenda de los mapuches del Pacífico en torno a las Mochas o ballenas blancas, que navegan las costas de la Isla Mocha, habitada entonces por los lafquenches. Unas ballenas blancas con una función esencial en la cosmogonía mapuche.
Además, esa materia narrativa se ve enriquecida por las evidentes interferencias de la Biblia, o de autores tan queridos a Melville como William Shakespeare, relaciones sobre la que existe abundante bibliografía. Un libro reciente de George Cotkin, Dive Deeper: Journeys with Moby-Dick (2012), nos ofrece una sucinta pero muy interesante disección de las múltiples referencias culturales de todo tipo que se entremezclan en el texto, al punto de que Edward Morgan Forster en Aspects of the Novel (1927) declarase la enorme dificultad de construir sus sentidos y, sobre todo, su sentido. El capitán Ahab o Acab, por ejemplo, nos remite no sólo a la Biblia sino a la lectura que Coleridge hace de Shakespeare, pero igualmente se vincula con personajes de la mitología griega como Prometeo. Una colectánea igualmente reciente sobre el autor y su obra, editada por Jason Frank (A Political Companion to Herman Melville, 2013) nos permite explorar trabajos que muestran todo lo que las aventuras ocultan, en especial esa pasión desmesurada por dominar una naturaleza que finalmente engulle a quien de forma tan irracional pretende dominarla.
Es preciso decir todo lo anterior para situarnos ante una novela que, a diferencia de El conde de Montecristo (1844), original de Alejandro Dumas y Augusto Maquet y también objeto de numerosas dramaturgias, aumenta su complejidad y su desmesura (icónica, simbólica y semántica) con cada palabra que sigue a la ya famosa frase, “Call me Ishmael”, siendo Ismael el hijo de Abraham expulsado de la casa de su padre por su propio padre, y que habría de sobrevivir en el desierto del Néguev gracias a la intervención de un ángel del Señor, siendo el primer antecedente de los ismaelitas. La materia narrativa susceptible de convertirse en materia dramática se extiende a lo largo de 135 capítulos y un epílogo. Es preciso decirlo porque es sumamente difícil volcar en una pieza dramática de dos actos toda la complejidad y desmesura aludida. Y mejor sería decir imposible. No cabe pues leer este texto con la mente activada por la novela homónima. Son dos textos muy diferentes.
Como explica Ignacio García May, traductor y editor de esta versión en castellano del texto dramático de Orson Welles, Moby-Dick es una de las obras literarias más presentes en la biografía del actor y director nacido en Kenosha, como lo serán Othelo o Macbeth de William Shakespeare, pero igualmente King Lear, de la que encontramos un eco evidente en la larga escena entre Acab y Pip, en la que este último tanto nos hace recordar a Tom, el loco o idiota de la tragedia del rey y sus tres hijas. El texto que ahora nos llega procede de la dramaturgia que realiza Welles para una dramatización que se presenta en Londres en 1955, y que en 1965 publicará Samuel French. Si bien en la versión inglesa, Welles opta por el verso blanco, o libre (de rima), evidencia de su pasión desmedida por Shakespeare (al que hace un particular homenaje explícito introduciendo una breve escena del inicio de King Lear), el traductor opta aquí por la prosa, por razones que explica en la introducción.
En dos actos, convenientemente divididos en numerosas escenas (aunque no de forma explícita), y que en cierta medida aciertan a recrear la riqueza narrativa del original en formas y estilos, Welles ofrece una síntesis de la peripecia de Ismael a bordo del Pequod, en el marco de un ensayo con actores de una compañía de teatro instalada en un teatro norteamericano del siglo XIX. Un ejercicio meta-teatral especialmente relevante y evidente en el primer acto, en el que se muestra, de forma brillante, lo que viene a ser la esencia de la dramaturgia, sus mecanismos, sus estrategias, su carpintería. Para quien esto escribe las dieciséis primeras páginas del texto son magistrales, un ejemplo de pura dramaturgia en el mejor y más amplio sentido de la palabra. Pero también hay algunas magníficas intuiciones que teatros más contemporáneos convertirán en evidencias de genialidades discutibles, como mostrar la “desnuda pared de ladrillos del teatro”, o actuar sin interpretar, mostrando únicamente la acción y la palabra pero siempre lejos del personaje.
Y todo ello con referencias al clima teatral de la época, a los debates en torno a lo que era o no era teatro, a la permanencia y recurrencia de la idea de teatro asentada en la carpintería escénica y en una caracterización textual, para que el actor se pudiese esconder a gusto y sin problemas, con la excusa de una construcción del personaje en clave de método sobre el que El Patrón emite un juicio atroz y atronador entre las páginas 41 y 42. Una crítica devastadora, en su conjunto, a lo que Peter Brook luego definiría como teatro mortal, y una muestra de las resistencias de las gentes del teatro a superar formas esclerotizadas.
El resultado es notable, y sin embargo… En un artículo de 1955 titulado “Orson Welles and Two Othellos”, recogido en What is Theatre? (1968), Eric Bentley, que se consideraba entre los escasos admiradores que todavía mantenía Welles en aquel momento el director de The War of the Worlds, lamentaba que este no mostrase más interés por la secuencia de los incidentes sino por los diferentes momentos del incidente en sí mismo, porque si bien los incidentes, o sus momentos, pueden tener un valor en si mismos, su anclaje en una secuencia les confiere un mayor valor, al menos en la perspectiva del receptor. Y esa apuesta por el incidente desanclado, es lo que hace que el texto, en su lectura, suponga para el lector subirse a una montaña rusa, en la que hay algunos momentos de quietud absoluta, de una calma chicha que puede provocar hastío, como ocurre en el mar cuando el aire se detiene durante días.
No cabe hablar, con todo, de un texto desigual, siendo el conjunto notable, pero sí apreciamos no pocas diferencias entre la primera y la segunda parte, aunque tampoco podemos dejar de decir que ya en la página 40 El Patrón informa a la compañía que “iremos hasta el final, sin cortes, pase lo que pase”. Y entonces poco hay que objetar, tal vez porque como escribía Gracián en su Oráculo manual y arte de prudencia (1647) “Lo bueno, si breve, dos vezes bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo”. En todo caso, como nos recuerda García May, el estreno en Londres de aquella lectura dramática, fue, en palabras de Kenneth Tynan, uno de los hitos más relevantes de la primera mitad del siglo XX en la escena londinense, lo cual a pesar de la hipérbole evidente, es un hecho a tener en cuenta dado el buen criterio y la sabiduría escénica del crítico británico.
La obra plantea un problema que, en la perspectiva de quienes ejercemos de theorós (en tanto observador, espectador) del campo literario y de su historia, es especialmente relevante. Orson Welles no forma parte del canon de la creación dramática de los Estados Unidos de América, habiendo nacido en 1915, en el mismo año que Arthur Miller, fecha en torno a la que también nacen William Inge (1913), Tennessee Williams (1911), Robert Anderson (1917) o Jane Bowles (1917). La razón es que la historia literaria pocas veces da cuenta tanto de las traducciones que llegan a un campo literario desde otro campo, y mucho menos de los textos dramáticos que se generan en la dramaturgia de otro texto, una práctica que en determinados sistemas literarios es muy habitual. Como ejemplo tenemos la dramaturgia que realiza el actor Charles Fechter de la novela El conde de Montecristo, que primero presentará en Londres y más tarde en Boston, y que finalmente acabará en las manos de James O’Neill, el padre de Eugene, con la que obtendrá un duradero éxito comercial. Queda entonces por escribir la Historia de la Dramaturgia, pero esa es otra historia. Ahora nos quedamos con este texto de Welles y con esas 16 primeras páginas, para explicar y entender tantas y tantas cosas, especialmente cuando estudiamos o enseñamos lo que mi admirado Bentley definió en 1964 como The Life of Drama.
Manuel F. Vieites
Edición de Ignacio García May
Madrid, 2017. 134 págs.
ISBN: 978-84-92639-94-6