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Un convencional enredo amoroso que traslada a los populares personajes cervantinos a suelo brtiánico es la base sobre al que Fielding construye una comedia con elementos musicales y carácter levemente satírico, aunque con evidentes connotaciones políticas.
De nuevo una traducción de Antonio Ballesteros para la ADE con carácter de primicia. Si Eduardo III suponía la presentación, por primera vez en castellano, de un texto atribuido finalmente a Shakespeare, la traducción de Don Quijote en Inglaterra, de Henry Fielding, es, hasta el momento, la única vertida a un idioma distinto del inglés, y, además, la exclusiva edición del texto desde el siglo XVIII, pues como explica el traductor, por inexplicable que parezca, la obra de Fielding no ha sido publicada tampoco en Inglaterra desde el siglo en que fue escrita y estrenada, y en el que, eso sí, conoció varias ediciones. Pero el predominio de las opiniones adversas expresadas por la crítica respecto a esta comedia parecen haberla dejado relegada al olvido. No deja de ser un triste consuelo el que hechos como este ocurran también en ámbitos culturales que reputamos como ejemplares en materia de sensibilidad, responsabilidad y rigor.
Don Quijote en Inglaterra es una comedia escrita hacia 1728 o 1729 y estrenada y publicada, tras un proceso de depuración literaria y dramática, en 1734. Se trata, por tanto, de una obra casi juvenil del escritor inglés Henry Fielding (1707-1754), quien triunfaba entonces en los escenarios londinenses. Después se vería obligado a abandonarlos, por razones políticas -que entendemos mejor desde la lectura de este texto- y se dedicaría preferentemente a la novela, género en el que recibió también la influencia del magisterio cervantino y que le procuró la fama posterior por títulos como Joseph Andrews (1742) o Tom Jones (1749).
El traductor y editor del texto, en su documentada y precisa introducción, presenta una semblanza de Fielding en la que aborda las diversas facetas públicas y privadas de un hombre de su tiempo y de su lugar, con sus contradicciones, sus miserias morales y sus aciertos como escritor y como hombre público en la Inglaterra del XVIII. Se trata, en suma, de una vida intensa en lo profesional y en lo familiar, en absoluto ajena a las disputas de carácter político e intelectual que agitan a la sociedad en la que su vida se desarrolla. Es precisamente la hondura de la política inglesa del momento uno de los aspectos que más interesan al editor, quien explica con detalle las relaciones de Fielding y del teatro de época con esos avatares de la vida pública.
De la biografía de Fielding destaca Ballesteros rasgos como su atribulada infancia, su educación en el célebre colegio de Eton -en el que previsiblemente adquirió su formación clásica-, sus amores y sus desgracias familiares, su dedicación a la escritura y al Derecho, sus cambiantes y complejas relaciones con el todopoderoso Walpole, o su muerte en la ciudad de Lisboa, a la que había viajado con la intención de aliviar sus dolencias, pero a la que profesó un notorio e injusto desprecio.
No falta tampoco en la introducción un sucinto, pero exacto, panorama de la vida escénica en el Londres que conoció Fielding, de las limitaciones y dificultades que aquella situación entrañaba, y del papel crítico que desempeñó el teatro en aquellos años hasta que, precisamente por este motivo, fue cercenado por la acción de la censura política. El dramaturgo hubo de retirarse de los escenarios en 1737 y renunciar a los sustanciosos ingresos que le proporcionaban. Fue entonces, cumplidos ya los treinta años, cuando inició sus estudios de Leyes y se convirtió en un prestigioso -y parece ser que ejemplar- abogado en la agitada ciudad de Londres.
En lo que a la carrera literaria se refiere, Ballesteros prefiere dedicar su atención a la obra de Fielding como dramaturgo, puesto que su condición de novelista es más conocida y ha sido estudiada ya en otros trabajos, a los cuales remite acertadamente. El editor insiste en la superioridad de la veta cómica y satírica sobre la dramática, que el escritor cultivó también en ocasiones, pero en la que no consiguió brillar como en el territorio de la comedia burlesca. Así lo entendieron también sus contemporáneos, que se refirieron a él como el Aristófanes inglés (pág. 33). Su presencia en los escenarios en un período en el que arreciaban las más variadas polémicas políticas, sociales, religiosas, literarias, etc., favorecía, sin duda, el desarrollo de esta inspiración crítica y satírica, que encauza a través de un pensamiento humanista, liberal e ilustrado, interesante y atractivo, pese a algunos excesos y prejuicios en los que caía Fielding y que cabe achacar, sobre todo, a las circunstancias de su país y de su época, circunstancias a las que no siempre supo sustraerse.
Ballesteros sitúa Don Quijote en Inglaterra en la intensa afición inglesa a la novela cervantina, cuya presencia, a través de traducciones, adaptaciones y relecturas propias es temprana y fecunda. Como se recuerda en el trabajo, el inglés es el primer idioma en el que aparece vertido el Quijote cervantino. De aquella traducción de Thomas Shelton, publicada por primera vez en 1612 (I parte) y 1620 (II parte) y reeditada en 1652 y 1675, pudo haberse servido Fielding como fuente de su obra, aunque no fue la única a la que pudo acceder, pues existían al menos otras tres antes de que Fielding abordara la escritura de su comedia.
El análisis del texto de Fielding se lleva a cabo desde una posición lúcida y desapasionada, lo que proporciona rigor y credibilidad al trabajo. Frente a actitudes con frecuencia poco objetivas de comentaristas que ensalzan más allá de lo prudente las obras que editan, Ballesteros no tiene inconveniente en admitir que se trata de una obra un tanto irregular, poco elaborada en su trama amorosa y que la estructura de la pieza es fragmentaria y que la ligazón de las escenas no se halla trabada de manera coherente o que Fielding no profundiza en exceso en la caracterización de los personajes y, por consiguiente, el tratamiento de los mismos es, en conjunto, superficial (pág. 45). O, no sin ironía, estima inverosímil que el personaje de Sancho pudiera dejarse seducir por las supuestas delicias de la cocina inglesa (pág. 51), a propósito del elogio rendido que el escudero hace del rosbif y la cerveza fuerte, que consume con deleite en la posada. Pero valora la idea de trasladar a don Quijote a Inglaterra, aunque no esté bien aprovechada dramáticamente, o también la capacidad de Fielding para impregnarse de algunos aspectos de la novela cervantina, algunos de cuyos episodios son remedados o reinterpretados hábilmente en la comedia.
La relación de las ediciones de Don Quijote en Inglaterra y de las principales obras de Fielding, acompañada de una esmerada selección bibliográfica, en la que no faltan algunos trabajos publicados por investigadores españoles, pone fin a la introducción.
Don Quijote en Inglaterra fue estrenada en el Little Haymarket, el 5 de abril de 1734. Ballesteros ofrece incluso el reparto que representó la comedia, lo que constituye, sin duda, una preciosa información, que se añade a unas cuidadas y asequibles notas a pie de página, que explican fundamentalmente algunos aspectos léxicos, históricos, literarios y, más ocasionalmente, geográficos.
Fielding compone una comedia a partir de una hipotética estancia de don Quijote y Sancho en Inglaterra. Se trata de una comedia satírica y musical, jalonada de canciones, que han sido consideradas demasiado toscas por la crítica, pero que funcionan como elemento festivo y burlesco. A pesar de que las intervenciones de don Quijote y Sancho son frecuentes en la acción, en cierto modo, podrían considerarse incidentales. Evidentemente son los personajes más originales, objeto de continuas y obligadas referencias por parte de los demás, y proporcionan colorido y matices a la historia contada, pero en alguna medida esta se desarrolla al margen de ellos. La comedia se articula en torno a varios temas frecuentes en el género, como la consabida elección de marido para la hija de un caballero, a cuya mano aspira un hombre muy rico, pero maleducado y brutal, y, por ello, detestado por la muchacha. Frente a él compite un caballero a quien en principio desdeña el padre de la muchacha, ávido de las riquezas de su rival, pero finalmente, y gracias a las consideraciones de don Quijote, rectifica y otorga la mano de su hija a aquel de quien ella está enamorada.
En la desvertebrada acción de la comedia aparecen otros asuntos y motivos, como la crítica de la corrupción política, la tradicional sátira de médicos y abogados -en la que se escuchan ecos de la comedia del arte-, los juegos basados en el equívoco, el retrato de una cierta grosería de modales, que resulta cómica precisamente por sus excesos, etc. En esa secuencia, a veces deshilvanada, de escenas variopintas tienen cabida algunas burlas de las que es víctima don Quijote, entre las que destaca la conversión de la criada Jezabel en la deseada Dulcinea, mediante el característico uso del disfraz. Una escena típica de comedia, impregnada a su vez de la huella cervantina.
La obra comienza con un falso prólogo, en el que el autor, a través de una escena metateatral, se burla de la costumbre de utilizarlos y del contenido tópico que suelen presentar. La comedia propiamente dicha se abre con la escena en la que el posadero recrimina a Sancho porque su amo no satisface los gastos del alojamiento y manutención. Esta escena le sirve al comediógrafo para contraponer una Inglaterra en la que todo y todos están sometidos a la ley frente a una España encarnada por don Quijote y Sancho, para quienes los deberes de la caballería están por encima de cualquier otra norma, pero también para comenzar ya con una situación cómica, inspirada directamente en la novela cervantina y acentuada en la comedia, que servirá como leit motiv a lo largo de toda ella. Sin embargo, cuando Sancho le cuenta su versión de lo sucedido, Don Quijote responde con unas amargas pero lúcidas palabras, en las que, como ocurre en tantas ocasiones con el personaje cervantino, la locura se confunde con un extrañamente profundo conocimiento de lo humano:
Sancho.– Sí, señor; hemos venido a un país terrible. El rango de un hombre no puede defenderle si no cumple las leyes.
Quijote.– Lo cierto es que entonces la caballería andante no serviría de nada. Pero he de decirte, villano, que las prisiones de todos los países son solamente habitáculos para los pobres, no para los hombres de clase elevada. Si un pobre le roba cinco chelines a un aristócrata, va derecho a la cárcel. Pero el aristócrata puede esquilmar a mil pobres y permanecer en su propia casa. (pág. 79)
Y no será el único ejemplo. Si bien, a lo largo de la comedia, Fielding presenta una imagen grotesca de Don Quijote y Sancho y, además, de su concepción del mundo, no renuncia por ello a poner en sus bocas algunas de las críticas políticas y sociales más aceradas de la obra, algunas de sus más hondas y arriesgadas reflexiones y algunas de las más agudas invectivas contra las costumbres de la aristocracia inglesa. A veces se hace desde la gravedad, otras desde el humor, pero las clases elevadas -y singularmente la aristocracia de Inglaterra- salen peor paradas que don Quijote y Sancho, cuyos defectos se localizan únicamente en el ámbito de la excentricidad o, en el caso de Sancho, de la glotonería y, acaso, de una cierta zafiedad. Pero el caballero español y su criado le sirven al dramaturgo para burlarse de ciertas costumbres, como la afición por los perros que identifica a los caballeros ingleses:
Sancho.- Señor, un caballero inglés y sus sabuesos son tan inseparables como un caballero español y su espada toledana. Aquel come con sus perros, bebe con sus perros, y duerme con sus perros; el verdadero caballero andante inglés no es sino el primer cuidador de perros de su casa. (pág. 80)
Y no debe terminarse una reseña sobre esta comedia sin hacer referencia al brillante parlamento en el que don Quijote hace una apología de la locura mediante la crítica a lo que habitualmente se considera cordura y no es sino hipocresía, violencia, engaño o afán de dominio. Se trata, posiblemente, del pasaje más cervantino de la comedia y, desgraciadamente, no ha perdido ni un ápice de su actualidad:
Quijote.- Sancho, no me preocupa la vil opinión de los hombres. (…) La hipocresía es la deidad a la que idolatran. (…) Todo hombre alcanza la admiración de los demás pisando a la humanidad. Las riquezas y el poder son acumulados por uno mediante la destrucción de miles. (…) Sancho, que me llamen loco; no estoy lo suficientemente perturbado como para cortejar la aprobación de dichos hombres. (págs. 101-2)
En definitiva, y por encima de sus carencias y desigualdades, la edición de Don Quijote en Inglaterra es un gozoso regalo para los aficionados al teatro y, en general, para cualquier curioso de la historia de la cultura.
Eduardo Pérez-Rasilla
Edición de Antonio Ballesteros González.
Madrid, 2005; 175 págs.
ISBN (10): 84-95576-48-1
ISBN (13): 978-84-95576-48-4