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La labor de Isidoro Máiquez (1768-1820) como actor y renovador de la práctica escénica de su época, constituye uno de los referentes ineludibles de la historia del teatro español. Siguiendo las corrientes europeas de la Ilustración, introdujo modelos de naturalidad y “buen gusto” en la interpretación. El presente volumen recupera el estudio a él dedicado por Emilio Cotarelo en 1902, en el que junto a una abundante documentación sobre actividad escénica, se hace la historia del entorno en el que se desenvolvió su protagonista, el mundo de los cómicos, del teatro y sus vicisitudes en aquel intenso período.
Existen libros que ocupan en la historiografía literaria un lugar señero. Uno de ellos indiscutiblemente es Isidoro Máiquez y el teatro de su tiempo, de don Emilio Cotarelo y Mori. Ha pasado un siglo desde su publicación pero continúa siendo una obra de referencia, tan necesaria como discutida, sobre uno de los actores míticos de la historia del teatro español cuya sombra gravitó indeleble sobre el teatro decimonónico y aun después.
Valía la pena por lo tanto hacer el gran esfuerzo editorial que supone reeditar esta obra, que roza en la edición que comentamos las 800 páginas, tanto por su temática como por la manera en que fue abordada por el estudioso. Y le llega al lector, además, presentada por quien sin duda conoce actualmente mejor la problemática de los actores españoles en aquel periodo, Joaquín Álvarez Barrientos, que ya puso su pluma al servicio de la recuperación de otros dos libros de Emilio Cotarelo sobre las actrices Ladvenant y La Tirana no hace mucho.1 Su libro sobre Máiquez, en realidad, lo concibió como la tercera parte de una serie de las que las biografías de las actrices citadas serían la primera y segunda, que completaría todavía más y mejor su monografía Ensayo biográfico y bibliográfico de D. Ramón de la Cruz.
No son las únicas obras que han merecido ser reeditadas del controvertido erudito en los últimos años.2 Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Algo tendrán estos voluminosos libros para que hayan resistido el paso del tiempo y se acuda a ellos, aunque sea para criticar sus limitaciones -René Andioc las ha mostrado con singular maestría en sus estudios-, pero reconociendo siempre la ingente y valiosa información que contienen. Como poco demuestran que una investigación histórica bien documentada resiste mejor los embates del paso del tiempo que el más brillante estudio confeccionado al amparo de la última teoría crítica de moda. Es cierto que Cotarelo comete errores y tiene descuido, pero si se tiene en cuenta, de dónde partía, su labor es más que meritoria.
El paso del tiempo no solo pone las obras literarias en su lugar, sino también a las de historia literaria y de aquí la labor fundamental que cumple una disciplina que por fortuna va encontrando entre nosotros el lugar que le corresponde: la historiografía literaria y en nuestro caso, específicamente, la historiografía teatral. Importa conocer cómo fue el teatro en un tiempo determinado, pero importa igualmente conocer y saber cómo ha sido historiado después porque, a la postre, nunca conoceremos el objeto de estudio -pertenece inevitablemente al pasado- sino a través de las imágenes que las distintas mediaciones posteriores van estableciendo. El pasado es un país extraño, hay que decirlo una vez más, tomando prestado el título del jugoso libro de Lowenthal, donde el sabio geógrafo realizó una sagaz indagación acerca de qué lleva a los hombres a interesarse por el estudio del pasado y los usos que se hacen de este en ningún caso inocentes.
Trasladado su método al asunto que aquí importa cabe preguntarse, qué llevó a Cotarelo a interesarse tanto por el teatro español y por el actor cartagenero, reuniendo cuanto escrito o imagen al respecto estuvo a su alcance y realizando un importante esfuerzo para categorizarlo y construir un relato coherente sobre lo sucedido en el teatro español desde finales del siglo XVIII al romanticismo. Y cabe preguntarse, también, qué interés tiene hoy volver, cuando el presentismo es la única ideología predicada por tantos, a remover aquellos amarillentos papeles.
Son las preguntas que en cierto modo ha intentado responder Joaquín Álvarez Barrientos en su excelente estudio y para llevarlo a cabo ha trazado una ponderada biografía de Emilio Cotarelo, las líneas maestras de su método historiográfico, las posibles razones por las que abordó el estudio del actor y el resultado alcanzado en su estudio que hoy es un clásico de la historia del teatro español.
El atrabiliario personaje que don Emilio Cotarelo acabó siendo fue antes un apasionado y erudito estudioso que dirigido en buena parte por Marcelino Menéndez Pelayo se sumó a su programa de tratar de poner orden en el pasado literario español para que fuera operativo en la sociedad española como un elemento más de afirmación de la nación que estaba pasando malos años y como un reservorio donde acudir para encontrar alimento regenerador apropiado para el alma española. Y es ahí, no ya en el simple cambio de siglo, sino de cruce de siglos y modelos ideológicos que subyacen en este estudio donde reside el meollo de la cuestión. Cotarelo, católico a machamartillo, indaga en el pasado español para confirmar sus ideas más que para dilucidar las que se debatieron en los momentos historiados. Español y católico eran para él, mucho más todavía que para su maestro, una misma cosa. Y la historia del teatro español era uno de los nichos privilegiados donde se había manifestado esta identidad históricamente. Por lo tanto, si la raza y el espíritu de la nación andaban alicaídos, nada mejor que volver los ojos al pasado para buscar energía regeneradora en él.
Esta vez lo hacía, sin embargo, refiriéndose a un periodo en que se resintió lo español por influencias foráneas, sobre todo francesas. Y lo hacía desde la peculiar perspectiva que supone la escritura de la biografía de un cómico, como no hacía mucho había hecho con dos cómicas. Como bien señala Álvarez Barrientos, sin embargo, no se trataba de indagar en la psicología de Máiquez, sino en la literatura dramática de su tiempo y el arte de su representación, supuestamente sin dejarse llevar por las opiniones apresuradas, sino fijando unos repertorios minuciosos como hacían los estudiosos alemanes con un contundente positivismo documental. Elaboraba así otro de «sus frisos histórico-biográficos», que ofrecía a la contemplación de los lectores como una lección de historia nacional. Y esta es la clave: la presentación de los documentos no es aséptica sino regida por una concepción romántica conservadora de la historia propensa a exaltar lo nacional como signo distintivo. Como para tantos otros, la cultura era la expresión de la nación. Y viceversa.
El centro del libro era un actor que llegaba a sus manos de historiador precedido por casi un siglo de mitificación romántica, que había hecho de él un símbolo de la declamación española. Había estudiado los métodos franceses, pero después había sabido adecuarlos a la realidad española, hallando un justo medio entre la tradición española y la naturalidad europea propugnada por los ilustrados. Habría ofrecido así un modelo declamatorio moderno sin dejar de ser español a los cómicos españoles, que se transmitió a través de las enseñanzas de sus seguidores desde los escenarios y en los conservatorios que reglaron cada vez más las artes escénicas. Y también, Cotarelo tuvo un especial interés en poner énfasis en las actitudes políticas del actor supuestamente antifrancesas con lo que también se ofrecía como un modelo de españolidad ante las injerencias exteriores y los riesgos de nivelación que la modernidad propiciaba. Él era por lo tanto el paladín y el modelo que debían seguir los actores españoles. Un elemento más, y no menor, de la construcción del paradigma del «teatro español» frente a otros modelos. Y corregida al paso, eso sí, la imagen excesivamente liberal que transmitían muchos de los escritos decimonónicos sobre el actor. Allí donde Cotarelo encontraba una opinión que no le gustaba o no encajaba en su esquema ideológico, ponía unos cuantos documentos y con su descripción sesgada atemperaba cuanto menos los argumentos contrarios.
No hay espacio aquí, ni es el momento, para discutir las fallas del estudio de Cotarelo. Joaquín Álvarez Barrientos muestra algunas de ellas, sugiere líneas de indagación en su personalidad muy sugestivas y que serán necesarias para una valoración más completa y equilibrada de lo que significó para el teatro español: su carácter melancólico, su difícil ubicación social en un sistema que aún era excesivamente deudor del Antiguo Régimen, su triste final o que tuvieran que ser otros cómicos, los hermanos Romea y Matilde Díez, quienes edificaran y financiaran su monumento en Granada, formando parte de la construcción de su propia imagen social.3 Triste mito nacional es aquel que se construye sin que la nación esté presente a través de sus instituciones. Me temo que pocos españoles saben donde está el monumento citado y me atrevo a decir que somos pocos los que nos hemos tomado la molestia de visitarlo para pasar la mano por su grisácea piedra ennegrecida como pequeño homenaje afectuoso al singular artista.
El libro de Cotarelo sobre Isidoro Máiquez es un monumento dedicado al artista, pero un monumento nacionalista impregnado de la voluntad regeneracionista de los primeros años del siglo XX. Es en ese horizonte donde lo sitúa con precisión Álvarez Barrientos, mostrando la fuerza modélica que la monografía de Cotarelo ha tenido después incluso para historiadores aficionados cercanos, que confunden una mala refundición acrítica con investigación. Un mal resumen del libro de Cotarelo será siempre deplorable, mientras que la lectura adecuada -para ello basta tener a mano y en la memoria los estudios de René Andioc- del libro de don Emilio será siempre una provechosa lección de historia del teatro.
Poner al alcance de los lectores obras de esta enjundia es una forma de contribuir a la mejora del teatro español, creando conciencia de su compleja historia, de su grandeza, de sus debilidades. Y una última cosa, en adelante, habrá que leer el clásico estudio de don Emilio Cotarelo y Mori en esta edición, que ofrece dos libros por uno: el principal, la interpretación que dio desde su regeneracionismo conservador Cotarelo y Mori del agitado mundo político y teatral del crucial momento en que la débil ilustración española se estaba inficionando de los virus del romanticismo. El otro, la sopesada visión historiográfica con que lo introduce Joaquín Álvarez Barrientos, en la que pone en manos del lector no solo las llaves apropiadas para acceder a tan apasionante estudio, sino a muchos otros asuntos que interesarán sin duda a quienes quieran saber algo de ese país extraño que es el pasado del teatro español en los primeros decenios del siglo XIX sobre todo y de algunos de los usos que de él se han hecho después. Valía la pena el esfuerzo hecho por la ADE para poner al alcance de los lectores esta monografía que algunos, como es mi caso, desde hace años venimos frecuentando en una ya lastimosa fotocopia llena de anotaciones y desleída por la implacable mano arrasadora del tiempo.
Jesús Rubio Jiménez
Notas:
1 Emilio Cotarelo y Mori: Actrices españolas en el siglo XVIII. María Ladvenant y Quirante y María del Rosario Fernández «La Tirana». Madrid: Asociación de Directores de Escena de España, 2007. Introducción de Joaquín Álvarez Barrientos.
2 Emilio Cotarelo y Mori: Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España (1904). Edición moderna con estudio preliminar e índices de José Luis Suárez García. Universidad de Granada, 1997. Orígenes y establecimiento de la ópera en España hasta 1800 (1917). Edición moderna de Juan José Carreras. Madrid: ICCMU, 2004. Y Don Francisco de Rojas Zorrilla. Noticias biográficas y bibliográficas. Toledo: Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas, 2007. Introducción e índices de Abraham Madroñal.
3 Véase al respecto mi estudio introductorio a Julián Romea: Manual de declamación. Los héroes en el teatro. Madrid: Fundamentos-RESAD, 2009.
Estudio preliminar de Joaquín Álvarez Barrientos.
Madrid, 2009. 795 págs.
ISBN:978-8495576-92-7