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«La felicidad de la piedra» de Alberto Miralles, que centra su argumento en las pesquisas de un escritor que investiga el asesinato de un profesor universitario y político. Y «Los brujos de Zugarramurdi» de Fernando Doménech, obra que trata el proceso inquisitorial realizado en el reino de Navarra entre 1609 y 1614 contra supuestos autores de aquelarres y actos satánicos.
Recoge esta nueva entrega de la Colección Premios Lope de Vega, que la ADE viene publicando desde el año 2004, dos obras que no consiguieron tal galardón, sino “sólo” sendas menciones honoríficas otorgadas en la convocatoria del año 1992.
Apunta José Gabriel López Antuñano, en su cuidada introducción a este volumen, que el jurado no estimó entonces que alguna de las 107 obras presentadas a concurso tuviera categoría suficiente como para ser merecedora de la máxima distinción del mismo, por lo que el Premio quedó desierto. No obstante, recoge también los rumores, seguramente aviesos y malintencionados, de que los miembros del jurado simplemente no lograron ponerse de acuerdo sobre cuál de las dos obras debía ser la ganadora —desacuerdo que se adivina como francamente comprensible, dadas las muy distintas sensibilidades representadas en él— y decidió tirar por la calle de en medio; con lo cual el Ayuntamiento se ahorró la siempre enojosa tarea de tener que poner en escena el texto premiado, cosa que ya se había logrado a lo largo del período 1983-90, en el cual el concurso fue declarado sistemáticamente desierto.
Aparte del interés intrínseco de estos hechos, viene a cuento recordarlos porque, si bien en otras convocatorias la decisión de no señalar obra ganadora puede parecer comprensible —al menos, en la distancia y a tenor de la calidad de los textos—, no resulta así en el caso de los dos que componen el presente volumen. Dos obras que, además, tienen algún tinte de insólitas por razones diferentes.
La del llorado Alberto Miralles, puesto que, aun considerando la conocida extensión y variedad de su producción dramática, se aparta notablemente en estilo y tratamiento de lo que podemos considerar como sus textos más conocidos o canónicos, sobre todo si traemos a la memoria los escritos para Cátaro o sus obras posteriores de mayor barroquismo literario.
Optó Miralles en La felicidad de la piedra por una trama sorprendentemente emparentada con el género negro o policiaco. Una decisión que no cabe considerar como banal o arbitraria, pues se advierte el interés del autor por construir una fábula sólida y una eficaz estructura de efectos; pero que funciona fundamentalmente como “puente” para desarrollar, en acertada opinión de López Antuñano, “una ambiciosa y compleja obra teatral, donde más allá del misterio del crimen, el autor se propone realizar una indagación sobre el proceso de escritura; o, con otras palabras, escribir sobre la relación entre el autor, los personajes y los receptores de la historia”.
En efecto, es constante la voluntad del autor, a veces incluso de manera un tanto forzada, por recordar al receptor que “esto” es un texto policiaco, pero no es un texto policiaco; es una sucesión de hechos, pero lo importante no son los hechos; porque lo que propone esencialmente La felicidad de la piedra es escenificar una reflexión sobre la percepción, la simulación, el engaño, el comportamiento inmoral y los conflictos de poder, a veces francamente miserables, que se desarrollan en el campo intelectual.
Por lo que se refiere a la pieza de Fernando Doménech, no deja de tener su gracia que se encuentre edificada sobre los mismos hechos históricos que sirvieron de base argumental para otro Premio Lope de Vega, concedido veinte años antes. En efecto, Los brujos de Zugarramurdi y El edicto de gracia de José María Camps, ganador del galardón en 1972, se apoyan en la información documental disponible sobre un amplio y sonado proceso inquisitorial celebrado en Logroño a comienzos del siglo XVII que afectó a decenas de acusados y que se cerró con siete condenas a la hoguera, entre otros castigos.
No obstante, ahí acaban las coincidencias fundamentales entre ambos textos —bueno, claro está, aparte de compartir una misma intencionalidad política e ideológica—, pues las diferencias de estructura y tratamiento son notables. Por ello, resulta ocioso, aunque sin duda poco evitable, hacer comparación entre ambos. Y, precisamente por ser poco evitable, reseñemos sólo de pasada, y en términos relativos, el carácter más “escénico” y menos literario de la obra de Doménech; su mayor tendencia a la “condensación” de los hechos en beneficio de su posterior tratamiento escénico, y su mayor foco sobre los personajes “populares” que sobre los representantes de la autoridad eclesiástica.
En cualquier caso, más allá de la forzada comparación, importa más destacar, como hace López Antuñano, que aun siendo el trabajo de un autor entonces novel, Los brujos de Zugarramurdi es un texto muy rigurosamente construido, lo que autoriza a pensar que la ingente dedicación de Doménech a la docencia y al ensayo, por la que es ampliamente conocido y reconocido en el medio teatral, ha obstaculizado presumiblemente el desarrollo de una producción dramática de mayor extensión que la que el autor ha generado hasta el momento.
En definitiva, un volumen que agrupa dos obras con marcadas diferencias de todo tipo, pero que comparten un rasgo en común: dentro de su incuestionable calidad literaria, no pueden leerse de otra forma que no sea como textos que reclaman una puesta en escena.
Alberto Fernández Torres
Edición de José Gabriel López Antuñano.
Madrid 2011; 199 pgs.
ISBN: 978-84-92639-23-6
Con el patrocinio del Área de Gobierno de las Artes.