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La fantasía que crean dos ancianas hermanas para huir de las tristezas de la realidad y su progresiva degeneración mental, son los ejes de la obra que recibió el galardón. Por su parte, la obra de Diego Salvador se presenta como un drama social con algún ribete existencialista, con un desarrollo que adopta el aire de un ceremonial y con procedimientos que miran hacia un teatro más experimental.
Jesús Rubio Jiménez, responsable de la edición, nos introduce bajo el título de “El premio Lope de Vega en los años sesenta”, en un breve y crítico análisis desde su creación en los treinta hasta llegar a la década que da título a su introducción, cargada de premios desiertos, censuras, fraudes, filtros ideológicos… En su trabajo de síntesis, además de apuntarnos la recepción de la crítica y los medios teatrales de la época, añade una amplia bibliografía para aquellos que deseen adentrarse con mayor detenimiento en los laberintos de la historia de nuestro teatro durante ese periodo.
Dividido en tres actos, la obra comienza con una voz en off tintada de un sugerente aire cinematográfico. Desde su narración, Eduardo, uno de los protagonistas, nos lanza sutiles pinceladas de la atmósfera y antecedentes que envuelven el desarrollo de la acción dramática. La pieza transcurre a finales de los años 60. Como hilo conductor, nos encontramos a dos hermanas, María y Elena, que parecen haber parado su reloj en la década de los 20, toda la estética que rodea su mundo, e incluso la forma de hacer y comportarse, según iremos descubriendo, están teñidos de una sospechosa obsesión por aferrarse al pasado.
El desarrollo del argumento nos permitirá transitar por el mundo exterior e interior de los personajes protagonistas, estableciendo rupturas temporales que trasladan al presente la vivencia pasada, ofreciendo claves para llegar a desentrañar los móviles que marcan la evolución de los conflictos y personajes, y convirtiendo al lector-espectador en cómplice y receptor aventajado de lo acontecido en el mundo privado de los personajes.
Los diálogos están cargados, en su mayoría, de una considerable tensión dramática que se ve contrarestada por los recursos cómicos, con los que el autor dibuja a los personajes, tics, juegos de complicidad, precipitación en los ritmos, etc., generando un cierto extrañamiento y suspense e induciendo a la sospecha, de su dramático desenlace, cuidado celosamente hasta el final de la obra.
La viudedad real de María y ficticia de Elena, enamorada clandestinamente del marido de su hermana, hace que la existencia de ambas se centre en el cuidado de la joven Mary. La acción que ocupa su presente inmediato, es la búsqueda de un marido perfecto para la hija, con ese fin, encubierto bajo el alquiler de una habitación, vemos como van entrevistando a posibles candidatos. La aparición de Eduardo, como supuesto candidato, nos desvela otro eje de la trama, que completa el perfil de las hermanas, como dos personajes obsesionados por una irrealidad centrada en la no aceptación del abandono de la hija para poder casarse con él y la preocupación del joven matrimonio por la enajenación que envuelve a las ancianas.
Existe en los dos personajes protagonistas un interesante juego de sometimiento, que va marcando el cambio de roles en su evolución. El resto de los personajes, ocho en total, dos candidatos, Don Fernando y Caballero, Elena joven, Manolo marido de María y el joven matrimonio, Eduardo y Mary, se convierten en sutiles compañeros de reparto, breves, y cuidados puntales sobre los que soportar y enriquecer, cómica y dramáticamente el desarrollo del texto.
A lo largo de toda la obra, los diálogos se entremezclan con voces en off, que se convierten normalmente en el transito para trasladarnos al tiempo pasado, e introducirnos en el laberíntico mundo de Elena, o a la inversa, para marcar el paso del tiempo dramático presente, a través de la narración de Eduardo.
El accésit de 1967 recayó en Diego Salvador, que se convertiría en ganador de la edición del año siguiente. La mujer y el ruido, presenta una factura de carácter existencialista y simbolista.
Desde el comienzo el autor, va detallando minuciosamente las acciones, movimientos, intenciones y proyección de imágenes que deben acompañar al texto, haciendo una presentación milimétrica de su propuesta escénica, hecho que a veces en la lectura dificulta adentrarse en el contenido de los diálogos y coarta el poder imaginativo de la palabra.
Seis personajes, todos ellos sin nombre propio: dos viejos, una mujer, una vieja, un hombre y un pocero. Los viejos, el hombre y la vieja irán transitando a lo largo de todo el texto, por un cambio constante de roles, metamorfosis que se realiza utilizando objetos que, incorporados, identifican el papel que les toca desempeñar, verdugos, jueces, compradores de niños… para volver una y otra vez al neutro.
El texto comienza con la conversación de los viejos, delante de dos sepulturas. Dicen llevar siglos allí, lo que les convierte en testigos de la salida de las presas, que después de haber sufrido su condena, atraviesan la reja de la cárcel de mujeres que está a sus espaldas. En esta ocasión será una mujer, seguida por sus fantasmas, que según palabras del propio autor, “representa, simboliza a la humanidad que deja solo al hombre”. A partir de ahí, la necesidad de ser escuchada, de expiar su culpa, irá proyectando, como si se tratara del reflejo de un cristal roto, su guión de vida y condena por haber vendido a sus hijos. Su mente torturada, irá tejiendo constantemente los motivos en los que argumenta razones e inocencia, sin someterse a ninguna estructura realista, aunque como cita Jesús Rubio, los materiales utilizados en su construcción remiten a esquemas del drama social.
R.B.
Edición de Jesús Rubio Jiménez.
Madrid 2007; 231 pgs
ISBN (10): 84-95576-73-2
ISBN (13): 978-84-95576-73-6