Mi querido Paco – ADE Teatro
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Mi querido Paco

Por Juan Antonio Hormigón

La primera imagen que conservo de Paco Nieva lo sitúa en el Teatro Principal de Zaragoza, dando indicaciones a los técnicos respecto a la implantación de los elementos escenográficos de El rey se muere. Llevaba para la ocasión unas botas de caña alta ajustadas con cordones a la pantorrilla, chaleco abotonado y una especie de capotillo sobre los hombros. La instantánea me trae a la memoria algo granate y en diversos tonos marrones todo lo demás. Los técnicos de entonces lo miraban con una mezcla de sorna y asombro, era 1964. Yo, con los veinte años de un chico de Zaragoza, que sólo había llegado hasta Biarritz y Bayona con mis padres años atrás, tenía una sensación de sorpresa y susto a partes iguales. Estaba descubriendo el mundo, así es.

José Luis Alonso me lo presentó en un momento de pausa, pero apenas cambiamos dos palabras. Antes me había dicho que era alguien con mucho talento, que venía de fuera, no supe muy bien de dónde. Pero me lo contó de forma muy llana, tal y como habló siempre conmigo José Luis, sin grandes alharacas ni considerándolo “el mejor del mundo”, expresión tan común después para ensalzar a cualquier mindundi al que se pretende metamorfosear en genio.

Estas imágenes me vinieron a la memoria con claridad, cuando la noche del jueves, 10 de noviembre, recibí la noticia de su fallecimiento, de su dulce extinción podríamos decir. Detrás vino de volada un torrente copioso de situaciones diversas, lances variopintos, desde los muy exquisitos hasta los más pintorescos. Paco era un hombre muy culto, con la cultura asumida como algo consubstancial al ser y la existencia; viajero y viajado; disfrutador de la vida y los saberes. Donde recaló, supo mirar y observar su entorno y extraer deducciones no contaminadas por los clichés ni los lugares comunes. Fue siempre de conversación amena y casi siempre chispeante. Tenía un gran sentido del humor, siempre refinado e inteligente. Aborrecía la zafiedad, aunque era sencillo en el trato y le pirraban algunas manifestaciones populares, siempre asumidas en su acepción más literaria.

A aquella primera imagen siguieron muchas. Es difícil olvidar aquel día en que a mí y a mi mujer, Rosa Vicente, nos leyó su adaptación de la novela dialogada de Galdós, Casandra. Fue una tarde en su casa de la colonia del Niño Jesús, un enorme espacio diáfano casi en penumbra, con luces indirectas de lámparas modernistas y la de un flexo similar que caía a plomo sobre el libreto mecanografiado. Paco leía muy bien, un poco como se hacía antaño pero con todo el honorable embeleco que sabía desplegar. Finalizado el rito, hablamos durante horas, lo cual era siempre una experiencia apasionante. En ese mismo lugar, me contó quien había estado presente, que se celebró alguna reunión de la Junta Democrática del sector cultural.

También asistí a su lectura de Sombra y quimera de Larra, en el que se conocía en el María Guerrero como “el despacho de José Luis”. La escenificó Morera. Asistí a todos los ensayos y al concluir cada día, Paco, Morera y yo, con alguien más que se añadía, nos íbamos a comer algo y conversar, bien sobre el curso del montaje o bien divagando sobre cuestiones varias. Aquel periodo conversamos mucho. Yo le he tenido mucho afecto y él a nosotros. Digo a nosotros porque a Rosa la llamaba “la mañica” y a mi hija Laura “su nieta”. Conservo también la imagen de Paco sentado en mi estudio con Laura de pocos meses sentada en sus rodillas. Muchos años después le regaló dos dibujos preciosos, cosa que no hizo nunca conmigo. Pero sí ha escrito cosas sobre mí en el terreno intelectual, que muy pocos han hecho.

Es imposible sintetizar las conversaciones y lances de toda especie que mantuvimos o en los que participamos al unísono. Hablamos no poco de arte y literatura en lo que compartíamos preferencias similares, y por supuesto de teatro. Siempre el teatro estuvo en el centro de nuestras inquietudes. Pero también de política, de historia o, simplemente, de la condición humana. Con Paco todo diálogo no era ocioso a la par que placentero. Sé que mi conocimiento personal sólo significa una parte de lo que fue, que tuvo una vida ancha fructífera en otros ámbitos, otros países, otras circunstancias. Pero son algunos recuerdos y sensaciones lo que aquí reseño, tan sólo eso.

Fue miembro fundador de la ADE en 1982 y ha permanecido en nuestra alianza y fraternidad hasta ahora mismo. En 1999 recibió el Premio Segismundo por el conjunto de su producción, que se concede por votación de todos los asociados. En 2005 publicamos en nuestra colección Literatura Dramática Iberoamericana un conjunto de obras breves, una teatralogía satírica, con el título de Misterio y Festival. Fue a propuesta del propio Paco que me propuso que si nos parecía bien, le gustaría que apareciera en nuestras Publicaciones. Siempre que le solicité una colaboración para nuestra revista nos la dio de buena gana.

En la platea del Teatro María Guerrero, con el féretro que albergaba sus restos en el escenario, Juanjo Granda me contó lo acaecido en el último periodo. Hace cuatro meses inició un progresivo desmoronamiento, perdió peso de forma notable y se fue apagando a ojos vista. Fue un proceso de consunción paulatina que desembocó en caquexia. Lo mismo que le sucedió a Valle-Inclán aunque el origen fuera muy distinto. El iba a verlo cada semana y pudo comprobarlo. Aquel día se durmió por la tarde y ya no se despertó, por eso lo he calificado de dulce extinción, también de tránsito apacible.

Tenía noventa y un años. Seguía aquí pero a mi entender, hace tiempo que ya no estaba entre nosotros. El reloj vital vaticinaba que estaba a punto de pararse. En cierto modo algunos sabíamos que el tiempo era llegado, lo que nada quita al dolor de la pérdida, a que constatemos con este quebranto siempre abrupto, que nos abandonan quienes nos precedieron, de quienes aprendimos y con los que disfrutamos del placer de la conversación o la reyerta templada, de la confidencia o el saber, de coincidir en mucho o debatir por lo menos.

Y sobre todo nos queda su obra, tan rica, tan varia, tan múltiple, tan plena y enigmática a la par. Este breve testimonio que aquí dejo, sólo tiene el propósito de dejar de urgencia mi querencia, mi admiración y mi respeto, hacia el amigo, el compañero, el maestro desaparecido. En breve dedicaremos un bloque monográfico aquí mismo a lo que hizo, a lo que supuso, a lo que significó para muchos de los que hacen teatro y para muchos otros que fueron lectores o espectadores de su literatura, de su plástica o de sus escenificaciones. A ello me emplazo y os convoco.