Por Juan Antonio Hormigón.
Hace pocos días al salir de un estreno teatral, encontré a una persona que ocupa un lugar sobresaliente en la cultura española e internacional. Además de su altura intelectual por sus muchos saberes, goza de un prestigio en su dedicación habitual que le hace ser, en mi opinión, el maestro más relevante en su terreno. Es persona a la que respeto y con la que comparto una larga amistad, que se traduce en las conversaciones que mantenemos de cuando en vez al salir de los teatros.
Como en otras ocasiones hablamos ese día de la situación española, de sus disyuntivas e incoherencias. Antes de despedirnos me espeto: “A nosotros nos consideran amortizados”. Le respondí que en mi discurso del Acto de entrega de Premios de la ADE, había recogido una afirmación que Antonio Machado puso en boca de Mairena: “Toda nueva generación ama y odia a su precedente”. Y añadí: “Me temo que ahora en muchos casos no queda nada de amor”. “No lo dudes -corroboró-. Nos consideran amortizados e incluso nos desprecian”.
Con el paso de las horas, aquellas expresiones enunciadas con tono sombrío y perentorio, me martilleaban insistentes desde el pozo del recuerdo. He podido comprobar en numerosas ocasiones cómo individuos que fueron apoyados, guiados, incluso formados en su día por profesores o colegas mayores, muestran cuando crecen esa actitud deleznable de que hablo. Ya no son jóvenes ahora, puede que no lo fueran nunca y sólo llevaran el disfraz, carecen de una autoritas legítima, pero han tocado poder y han manejado el presupuesto público en algunos casos y se permiten manifestar ese desprecio, una obstrucción terne hacia sus mayores, la creencia de que ellos van a inventarlo todo, hasta convertirse en algunos casos en auténticos miserables. Muchos son viejos de mente antes de cumplir la edad. Era sabedor de todo esto pero nunca pensé que mi ilustre amigo se sintiera igualmente víctima de semejante trato.
Saliendo de los círculos profesionales, las cosas no son mejores. Numerosos cargos públicos o responsables políticos participan de la misma opinión. Cacarean sin cesar que hay que proteger a “nuestros mayores”, pero quieren mantener bien al margen a todos aquellos que tienen todavía mucho que aportar, mucho que hacer, mucho que enseñar. Se creen no pocas veces los creadores de todo, ellos son los regeneradores, los más inteligentes, los únicos que quieren cambiar el mundo, los únicos que tienen una honestidad inquebrantable, los únicos tocados por la fortuna para ser los campeones del cambio de los cambios (frase huera donde las haya). Nada de lo que antes se ha hecho parece tener valor a su parecer. Sin embargo el cómputo de sus ideas, de sus propuestas, de sus programas, no muestra aportaciones contrastables ni sus acciones son consecuentes con programas de cambio y progreso que vayan más allá de gestos, apariencias anecdóticas y frases hechas. Quizá es todo lo que saben hacer y no quieren la compañía de nadie que pueda hacerles sombra: es lo que puede deducirse que piensan.
En el terreno cultural estas cuestiones tienen una importancia mayor, por estar la cultura necesitada de formulaciones y acciones que le devuelvan o refuercen su condición de bien público y la liberen de ser considerada una simple mercancía, con todo lo que ello supone. Fatalmente venimos de unas concepciones que gran parte de la derecha política y buena parte de la izquierda comparten con una transversalidad, esta sí, inquietante; participan de un criterio parejo: la cultura es una mercancía más que sólo es tenida en cuenta en función de los réditos materiales, dinero, vamos, que reporta. Lo demás pueden ser silencios ominosos o palabritas encantadoras según venga al caso, pero casi nada existe en cuanto a planteamientos coherentes, soluciones precisas y acciones concretas.
Las palabras de mi ilustre y sabio amigo no eran una queja, nada de eso, sino una constatación: la de un hondo desánimo ante la absurda pérdida de valor de la experiencia, el conocimiento y el sentido de la responsabilidad en aras de la quimera de lo nuevo y de lo joven, como si fuera una razón en sí y no enunciara uno de los más perniciosos comportamientos del individuo: la ambición ciega. Y sin embargo, no dudo que lo sepa, nadie podrá privarnos del la acción y el placer de escribir, de componer, de pintar, de diseñar, de dirigir teatro o cine, de coreografiar, etc., buceando en el pozo de nuestra memoria y conocimientos, buscando el perfeccionamiento y la maestría, al margen de las famas casuales emanadas de banalidades populacheras que nada tienen de popular en su sentido más noble.
Pero quizá, mi querido amigo, mis palabras sean sólo ensoñaciones y anhelos y realmente el desprecio pese sobre nosotros. Arnold Hauser en su Historia social de la literatura y el arte, establece la diferencia entre el hombre realista y el hombre dialéctico. Nosotros y todos los que con nosotros creen en el valor en sí de los seres humanos, no en lo que aparentan o propalan, pertenecemos a la segunda estirpe.