Apocalípticos e interesados – ADE Teatro
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Apocalípticos e interesados

Por Alberto Fernández Torres.

Hace ya unas cuantas semanas, la publicación de los datos que suministra periódicamente la Oficina de Justificación de la Difusión (OJD) sobre las ventas de los principales diarios impresos volvió a generar abundantes y tópicos comentarios sobre la muerte inminente de los medios de prensa, fatalmente afectados por la irresistible ascensión de los medios digitales.

Obviamente, el adjetivo “tópico” se acaba de aplicar en su significación exacta, es decir, en el sentido de que se trata de comentarios muy extendidos o empleados, y no tratando de sugerir que sean falsos de manera absoluta. En efecto, como casi siempre suele suceder, el tópico tiene en este caso una base incuestionable: la constante pérdida de lectores que vienen sufriendo los diarios impresos (estimado en más de 60.000 ejemplares diarios en el último periodo de doce meses analizado en el aludido informe de la OJD) parece guardar una relación de causalidad, y no de mera correlación, con la creciente audiencia de los medios de información digitales. Y no se adivina aún su final…

Bueno, en realidad, sí. Un buen número de profesionales y expertos considera que el final inexorable de tal proceso será la desaparición de esas publicaciones; si no por extinción física, sí al menos por dramática caída en la mera curiosidad arqueológica o en una atención social extremadamente minoritaria, por no decir irrelevante. Parafraseando a Jean Ferrat, podríamos decir que, para esos observadores, el provenir de los diarios impresos están en los museos.

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Si nos permitimos un poco de reflexión y de visión histórica (dos actitudes que no están de moda y que, por ello, resultan bastante impopulares, lo sé), seguramente llegaremos a la conclusión de que este mensaje profético sobre la muerte de los medios impresos recuerda poderosamente a otros funerales que se vienen convocando desde hace décadas: el cine acabaría con el teatro; la televisión acabaría con el cine y con la radio; el DVD acabaría con el cine y con la televisión; el “big data” acabará con las encuestas; y los medios digitales (no ya los diarios digitales, sino también los diversos canales de las redes sociales: Facebook, Twitter, etc.) acabarán con todo lo que se ponga por delante… Vamos, el famoso éxito de los Buggles (“Video killed the radio star”) elevado a género apocalíptico.

¿Hay lugar para la ironía? ¿Es cuestionable que, si no a la muerte, la irrupción de esos nuevos medios y canales de comunicación, fuertemente apalancados en avances tecnológicos que han sido socializados con extremada rapidez, ha conducido a que los medios preexistentes queden muy acusadamente relegados?

Sin embargo, perder la hegemonía no es lo mismo que morir y quedar desplazado no es lo mismo que desaparecer.

Dejando aparte cualquier ironía, parece bastante claro que las “irrupciones” anteriormente mencionadas, y aun otras que el lector puede aportar con toda seguridad sobre la base de una reflexión histórica más cuidadosa, lo que han hecho ha sido más bien reestructurar el “mix” de medios y conducir a una sustancial modificación en el planteamiento y funcionalidad de los medios preexistentes, pero no a la precipitada instalación de piras funerarias.

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En todo caso, el asunto parece más importante que una mera cuestión de vida o muerte (de vida o muerte de determinados medios o actividades culturales, entiéndase). En este entorno apocalíptico, se produce una peligrosa operación de ocultación o escamoteo intelectual en la que “lo que (aparentemente) se pone en juego” deja en un segundo plano, de manera no del todo espontánea o inocente, “lo que (de verdad) está en juego”.

A finales del pasado año, Javier Errea, un periodista y experto en comunicación, presentó en Pamplona un libro, “El diario o la vida”, que aborda de manera particularmente sagaz la cuestión de la muerte de la prensa, entre otras cuestiones, y que le dio pie a la formulación de más de una acertada ironía; por ejemplo: “el periódico de papel no va a morir; no entiendo la obsesión por matarlo”.

Pues bien, en ese mismo acto, el ilustre patafísico Carlos Grassa vino a decir (empeoro seguramente sus palabras, que me llegan por vía indirecta) que lo que está en cuestión con el imparable desarrollo de las redes sociales no es una lucha entre el periodismo tradicional y un nuevo periodismo, sino un combate entre la textualidad (representada, aunque no exclusivamente, por el periodismo tradicional) y la “oralidad escrita”, es decir, la tramposa y peligrosa transmutación en texto de la mera oralidad directa, espontánea y repentinamente transcrita: en definitiva, un endiosamiento excluyente del “escribir como se habla”; es decir, “escribir mal” y, por tanto, con el riesgo de no poder generar idea, pensamiento, información o conocimiento alguno.

Y, si esto cabe decir los cambios en la función de los emisores, no es de menor calado lo que le puede estar ocurriendo a los receptores. El elogio del “periodismo espontáneo y democrático” (el que supuestamente se vehiculiza a través de las redes sociales y un número más que apreciable de los medios on line) frente al “periodismo autocrático y manipulado(r)” que supuestamente promueven los medios tradicionales esconde casi siempre la confrontación entre un modelo referencial de periodismo (o de comunicación, en general) que pone el acento en la inmediatez, la concisión, el mensaje único, la impresión personal, la espontaneidad, el cuestionamiento de la jerarquía informativa, la relativización del contraste entre fuentes, el “storytelling”, la adhesión, la lectura apresurada, el (aparente) olvido instantáneo, etc. frente a otro modelo referencial que pone (o dice querer que se ponga) el acento sobre la actualidad, la concentración, el dato, la reflexión, el contraste de fuentes, la diversidad de géneros, el contexto, la extensión, la interrelación, la ponderación, etc.

Y si el lector cree que los atributos que se acaban de exponer como característicos del primer modelo son esencialmente negativos o se han enumerado con intención peyorativa, está muy equivocado. La cuestión no es la supuesta bondad o maldad intrínseca de uno u otro modelo, sino el contraste entre los resultados que se desean conseguir con la aplicación de uno u otro modelo.

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En todo caso, lo más importante, a mi juicio, no es el mayor o menor grado de razón que pueda haber en la descripción de esa confrontación, sino el hecho, a mi juicio incuestionable, de que tal confrontación existe y es “lo que está en juego”.

Dicho de otra manera y por extensión, “lo que está en juego” en el proceso de reducción de las ventas de los diarios impresos y de incremento espectacular de la audiencia de los medios y canales on line no es si los primeros van a desaparecer (o van a desaparecer prácticamente) por efecto del predominio de los segundos, sino las modificaciones radicales (con consecuencias no menos radicales) que este predominio está generando en la manera en la que se desarrollan actualmente los procesos de comunicación, en la manera en la que se elaboran los mensajes, informaciones y contenidos desde el lado de los emisores y en la manera en que todos ellos son percibidos y asumidos por parte de los receptores. Unas modificaciones y unas consecuencias que, además, se extienden más allá del estricto campo en el que aparentemente se desarrollan.

Lo ilustraré con una hipótesis que expuso nuestro compañero José Gabriel López Antuñano en una reunión del Consejo de Redacción de esta revista celebrada hace ya un par de años. Dijo entonces José Gabriel que la puesta en escena de una conocida obra de un conocido escritor moderno en un conocido espacio madrileño, parecía sometida a una aceleración que, a su juicio, solo podía responder a las expectativas, hábitos y actitudes de un público cada vez más acostumbrado y más influido por los procesos de recepción que exigen e imponen los medios digitales.

Difícilmente podría estar más de acuerdo con él. Creo haber notado ese mismo proceso de aceleración en una parte sustancial de los espectáculos que he visto desde entonces, sometidos a una especie de “horror vacui” que elimina pausas y silencios, que acelera parlamentos y diálogos, que sustituye el dramatismo por la agitación, el humor por la verborrea…

Otro ejemplo a modo de hipótesis (o viceversa). Sin duda, el fenómeno del microteatro tiene que ver sobre todo con los condicionantes económicos de la crisis, con la creciente tendencia al consumo de ocio multicultural, con el eterno atractivo el teatro cómico, con la fascinación que ejerce la proximidad entre intérprete y espectador…, pero quizá también con el creciente gusto por lo breve, por lo inmediato, por lo conciso, por lo concentrado, por lo instantáneo, por lo rápido…

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Dejo para el cierre, a modo de final abierto, la más que fundada sospecha de que, en la trastienda de la visión apocalíptica que nos habla de funerales y entierros para determinados medios y formas de relación comunicativa o cultural no hay solo un error de cálculo, sino sobre todo un error calculado.

No es que los medios impresos o cualquier otro canal de comunicación previo estén a punto de morir, sino de que alguien o “alguienes” están muy interesados en matarlos para conseguir una ocupación más rentable de determinados campos culturales.

Atienda el lector a lo que señalan Evgeny Morozov o Jaron Lanier sobre la expansión nada neutral de los medios digitales, o lo que apuntan Tim Harford, Kaiser Fung o David Hand sobre los efectos de la nueva ideología generada por el “big data” y nos daremos cuenta que, cuando se analiza “lo que de verdad está en juego” en todos estos procesos, no hay lugar posible para la inocencia…