Por J. Urzainqui
Lo terrible de las guerras no son tan sólo los muertos, inválidos y destrucciones que provocan, sino sus secuelas. Algunas se prolongan a lo largo del tiempo tanto en el plano moral, como psicológico, físico, económico, etc. Así ha sido a lo largo de la existencia humana en este planeta, pero se ha acentuado en el último siglo merced a la utilización de armas de destrucción de carácter nuclear, químico o bacteriológico.
El pasado 26 de junio, la 2 de Televisión Española dedicó su espacio La noche temática al recuerdo de la guerra de Vietnam, sus consecuencias posteriores y el presente de aquel país. Se presentaron una serie de documentales muy bien elaborados, que analizaban diferentes aspectos de lo sucedido en el sureste asiático desde fines de los años cincuenta hasta casi hoy.
Quizás muchos y en particular los más jóvenes, hayan olvidado ya aquella querra inicua, como todas las que determina la agresión imperialista, pero fueron muchas las lecciones que nos dejó, las movilizaciones que produjo, las pasiones que encendió. Incluso creímos que se iniciaba un periodo de esperanza en que las actitudes belicistas pudieran ser desarmadas por la voz de los ciudadanos; desgraciadamente luego hemos visto, merced a la apatía, traiciones y abjuración de principios de tantos, que aquello era tan sólo una ilusión.
En la guerra de Vietnam sucumbieron cincuenta mil soldados estadounidenses y tres millones de ciudadanos del país agredido entre combatientes y población civil. Los primeros, a los que habría que añadir muchos más heridos e inválidos en grados diversos, provocaron una honda crisis moral en Estados Unidos. La mayor parte sin embargo no fue consciente de la magnitud de la carnicería y destrucción que sus gobernantes habían causado. Algunos lo descubrieron más tarde, cuando testimonios, documentos y flagrantes mentiras utilizadas como justificaciones de la agresión, salieron a la luz.
Vietnam padece además las consecuencias del agente naranja, utilizado por el ejército estadounidense para labores de desfoliación de la selva unido a los bombardeos masivos que llevaron a cabo. La catástrofe ecológica que todo ello ha provocado tardará un siglo, según dicen, en ser reparada. La flora selvática autóctona ha quedado arrasada en buena parte del país. Con ella han desaparecido los elefantes, tigres y demás especies que habitaban en ella. A esto hay que añadir la supervivencia y aumento de las tasas de dioxina, fruto letal del agente naranja, en las aguas de las zonas afectadas por los bombardeos. Su ingesta provoca alteraciones en la cadena de ADN y en consecuencia, la aparición de diversas malformaciones, tumores, etc.
Los documentales ofrecían imágenes terribles de fetos inviables, de niños sin miembros, con deficiencias notorias, etc. La masacre de aquella guerra de agresión se ve prolongada muchos años después por esta barbarie silenciosa: la ciencia puesta al servicio de la destrucción acarrea estos pavorosos desastres. Sin embargo ante situaciones similares que se han producido en diferentes ocasiones, los gobiernos parecen olvidarse de todos estos hechos y se refugian en el soniquete de los “aliados incondicionales”.
Cierto número de estadounidenses que se movilizaron de forma contundente contra la guerra de Vietnam, denuncian ahora las consecuencias de todo aquello. Los estudios científicos corroboran la espeluznante contaminación por dioxinas que ahora padece. Pronto tendrán que hacer lo mismo con Irak, porque cuando sepamos lo que realmente ha sucedido, desde las mentiras de las que se sirvieron la pandilla de las Azores hasta las masacres, torturas y salvajes procedimientos utilizados, una vez más tendremos que reconocer que al imperialismo hay que combatirlo por amor a la humanidad, como dice el Don Juan de Molière.