¡No toque esa fregona! – ADE Teatro
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¡No toque esa fregona!

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Por Manuel F. Vieites

En los últimos años no son infrecuentes las noticias relativas a un supuesto conjunto de objetos, o desechos, que, confundidos con desperdicios, acaban en el cubo de la basura. Ocurrió en Londres y en Frankfurt, pero también en otros lugares de los que no consigo acordarme. El servicio de limpieza entra en una sala, ve unas mondas de plátano que perfilan una trayectoria que la recorre en diagonal para terminar en una mesa en la que hay un montón de papeles arrugados (“¡Vaya gente! ¡Con lo que les costaría echarlos en la papelera…!”, que permanece vacía…, piensa el trabajador con desgana). El servicio de limpieza, que para eso está, lo recoge todo, limpia la mesa y el suelo, y deposita la basura en la bolsa que va en el carro y de ahí irá a parar al contenedor cuyo contenido engullirá el camión que todas las noches traslada nuestros desperdicios a un lugar apartado…  Y todo eso ocurre sin que nadie sea consciente de que se acaban de cargar una obra de arte titulada “Aralar ppRO”.

Un día después, la noticia asoma poderosa entre las páginas de cultura de varios diarios nacionales e internacionales que incluyen la imagen de un artista desolado ante la pérdida de su obra y una declaración breve en la que muchos otros artistas solidarios piden más respeto para los creadores. La polémica es tal que la dirección del museo emite un comunicado en el que, lamentando lo ocurrido, anuncia que han exigido a la empresa de limpieza que en el futuro sólo admita personal debidamente cualificado, que demuestre haber hecho un master en “arte contemporáneo, tardocontemporáneo, neocontemporáneo, transcontemporáneo y poscontemporáneo”, al objeto de distinguir entre una papelera con desechos que sólo es una papelera con desechos y nada más y una papelera con desechos que sí es algo más, una obra de arte preciada y mundialmente valorada. La impericia de determinados trabajadores y trabajadoras llega al extremo de que una conocida pareja de artistas con residencia con vistas a Central Park [y les prometo que no hablo ni de Muñoz Molina ni de su señora (de cuyo nombre tampoco me voy a acordar, ¡mecachis y recórcholis!)], sitúa en la entrada del pisito una de esas creaciones fronterizas que ha causado más de un disgusto a esas sombras que tienen la desdicha de tener entre el servicio, a esas tres laboriosas personas que proceden del sur del Río Grande y que en su estulticia y su ignorancia no saben distinguir entre una palangana con agua sucia que sólo es una palangana con agua sucia y nada más y una palangana con agua sucia que sí es algo más, esa obra titulada Volga por la que la divina pareja ha pagado más de 50.000 dólares en una conocida galería de Tribeka.

Y es que nuestros hermanos en la lengua, pobres, esos latinoamericanos enjutos y tristes, que apenas poseen papeles de residencia, no tienen posibles para matricularse en un curso en arte contemporáneo en la Tisch School of the Arts de la New York University. Y medio les cuento el disgusto que atenazó la vida de otro famosísimo artista que acabo en urgencias cuando una de esas “latinoamericanas incultas”, como él las llamaba a la entrada del hospital, tiró a la basura un par de zapatos viejos, pintados de amarillo chillón, que el “señor de la casa” tenía depositados, como por descuido, sobre un pedestal de metacrilato en una mesita auxiliar del salón, justo al lado de otro pedestal más alto donde hay colocado un pantocrátor románico auténtico, pintado con pintura fluorescente  y que crea unos efectos que “te c**** por la pata cuando podemos luz negra”. Y en este último caso, digamos que hablo de Madrid.

Hace unos días, en un museo de arte contemporáneo del noroeste, muy pero que muy chic, en el que se hacía la presentación de un trabajo artístico basado en nuevas formas y lleno de gente muy puesta y guapa, no se me ocurrió otra cosa que tocar una fregona, que yo pensaba que era una fregona pero que no era una fregona (¡claro está!). Y entonces un guarda jurado, entre cachas y doctoral, me dijo, muy en voz baja, sin apenas moverse, pero con un hilo de voz sibilino e hiriente, eso de “¡No toque esa fregona!”, para luego inquirir con desprecio: “¿no sabe lo que es un ready-made, animal?”. Luego se me acercó uno de los responsables de la sala, cocktail en mano y cara de pocos amigos, y me temí lo peor, por un momento incluso creí que acabaría en comisaría. Me invitaron a abandonar la sala mientras una parte de la concurrencia comentaba con sarcasmo y carcajadas contenidas mi metedura de pata al tomar por fregona lo que no era fregona. Días después, mientras entraba en una cafetería, oigo el comentario socarrón de Berta Solorzano, una señora muy puesta en esto del arte, que le dice a un colega, otro que sabe mucho de lo mismo, “mira, creo que ese que entra, fue el animal que casi se carga la instalación del performador Pete Jabo Contreras…”.

Y todo esto, esa corriente de estulticia canonizada, tiene mucho que ver con el teatro, con tendencias que van y vienen y siempre asoman a la espera del momento más oportuno para convertirse en dominantes, o al menos en alternativas posibles. El auge de los denominados “performance studies” en países como los Estados Unidos de América y sus aliados en su cruzada contra la vieja Europa y algunos de sus valores, va acompañado de un auge similar de las prácticas que esos estudios documentan y analizan, prácticas muy heterogéneas en sus tipologías y en los lenguajes que utilizan y que si hace algunos años se ofrecían como productos acabados en sí mismos, ahora se van introduciendo poco a poco en las practicas escénicas y teatrales más convencionales, sobre todo asociadas a aquellos espectáculos que buscan el escándalo, el titular de prensa o la irritación del espectador, pues sus ideadores saben que esa es la mejor estrategia comercial para iniciar una carrera hacia el estrellato. En muchas ocasiones estamos ante simples ejercicios de banalidad, construidos a partir de la espectacularización de los más diversos motivos, muchos de ellos de una simpleza y de una ignorancia que sobrecoge. Claro que, como dicen Richard Schechner y colaboradores desde The Drama Review, con creciente insistencia, los tiempos cambian y las formas escénicas evolucionan en un mestizaje permanente con otras formas artísticas. Con todo, debemos recordar que esa carrera alocada hacia el futuro también caracterizó a movimientos artísticos de tiempos no muy lejanos, que apostaban, como ahora, por una dimensión formal que curiosamente negaba cualquier mensaje, o la posibilidad misma del mensaje, y que se centraba en los aspectos más lúdicos de la creación, la contemplación o la participación en la recepción, y que convertía al espectador en una especie de turista divertido, cómplice y extasiado ante el juego de colores y formas, de sonidos y sílabas, de movimientos y ruidos…, “ante las asociaciones libres que las imágenes provocan en la mente de los espectadores, liberados por fin del dogma y de los discursos artísticos totalitarios”. Ahora sabemos cómo y por qué se potenció todo aquello y quien lo pagaba…, pero, ¿hay todavía alguien que paga a alguien que se deja pagar? Pudiera ser, pues hay muchas formas de pagar esos favores, como dar cinco conferencias al año en cinco puntos del planeta y recibir medio millón de dólares en cada empeño, o vender dos cuadros o hacer tres instalaciones por la misma cantidad. En arte, esa banalización extrema de la innovación, del mestizaje o de la experimentación es la mejor arma de la reacción neoconservadora. Y para ellos, siempre habrá tontos útiles, radicales inconscientes y aprovechados de variado pelaje dispuestos a entrar al trapo.

Todos sabemos que la teatralidad de puede manifestar de muy diversas formas y el propio concepto de teatralidad puede variar con el paso del tiempo, pero en su esencia se supone que el teatro implica un proceso de comunicación entre un actor y un espectador como explicó en su día Grotowski, un proceso que implica además un proceso que se articula en dos planos, el del personaje y el del actor, dando lugar a una doble enunciación. Todo lo demás es espectáculo que habría que agrupar bajo la denominación posible de “acción escénica” en cuanto se trata de una acción, de una ejecución que se presenta en un espacio que se convierte, en su totalidad o en parte, en escena. Algunas propuestas incluso suponen una continuidad de aquellas visiones animadas que se ofrecían en las barracas de feria, en tanto tenían como finalidad la presentación de “fenómenos” de la naturaleza o la ciencia, desde un ser humano con tres piernas hasta elefante con dos trompas o un autómata. Y no hablamos de los espectáculos teatrales breves que también se ofrecían en ferias y otras celebraciones populares sino de esa especie de “tableaux vivants” que asombraban y sobrecogían por su impacto visual. En esa dirección podemos considerar trabajos de Guillermo Gómez-Peña o Marcel.lí Antúnez y de esa legión de performadores y performadoras que reclaman la formulación de un nuevo canon. Trabajos que muy de vez en cuando tienen una fuerte dimensión crítica y muestran direcciones posibles para una teatralidad renovada o radicalmente diferente, pero que en muchas otras ocasiones no dejan de ser simples ocurrencias embaladas con el ropaje del arte conceptual.       

No se trata de poner puertas al campo, ni de coartar la libertad de cada quien a hacer lo que le viniere en gana, siempre que sepa, entienda y practique aquello de que la libertad de uno termina donde empieza la libertad del otro, sobre todo la del espectador. Se trata más bien de situar y justificar los discursos artísticos, por relativos que sean, o precisamente por eso. Hace bastantes años, cuando la Bienal de Venecia se dedicaba a consagrar y airear a los cuatro vientos boberías e insensateces, los que contemplaban entre escépticos y cabreados aquel espectáculo eran tachados de antiguos, de retrógrados, de ignorantes, de reaccionarios… Hace muy pocos años los azorados responsables de esa misma Bienal nos sorprendían a todos proclamando un lema bien significativo: “más ética y menos estética”. Pues eso…, o, cuando menos, un poco de todo.

Por cierto, y hablando de antiguos…, ese era el calificativo que siguen utilizando Cheney, Bush y Rice para hablar de Europa, donde Europa quiere decir tradición, entendida como opuesta a lo nuevo o a lo novísimo, siendo esto último un valor en alza representado justamente por los Estados Unidos de América. Esa era la apuesta de muchos futuristas italianos, deslumbrados por la fugacidad del instante y las combinaciones aleatorias. Una buena parte de aquellos ideadores de proclamas aparentemente incendiarias acabaron donde acabaron…, dando vivas a Don Benito.

Revista ADE-Teatro nº 105 (Abril-Junio 2005)