Por Juan Antonio Hormigón
Mucho se viene hablando y especulando tras la victoria de G. W. Bush en las elecciones de los Estados Unidos de América del Norte. Nada de todo ello empaña ninguna de las certidumbres que teníamos en torno al personaje y su gobierno. Obtener más votos que el candidato Kerry no modifica el hecho de que la invasión de Irak fuera un hecho ilegal, ejecutado al margen de las Naciones Unidas y con la manifiesta oposición de la ciudadanía mundial. Tampoco altera el que la invocación de la existencia de armas de destrucción masiva se haya demostrado falsa. Igualmente viene a negar que otros países las tienen -Israel y ellos mismos en particular- y no son bombardeados y masacrados. También otros países atropellan, niegan derechos fundamentales o asesinan a diestro y siniestro a sus vecinos -Israel en particular- y nadie los invade.
Una victoria electoral no elimina la criminalidad internacional de las actitudes y decisiones de Bush y su gobierno. Una criminalidad que no se ejercita en primera persona apretando el disparador de un arma, sino ordenando a decenas de miles que lo hagan. Sólo el cinismo atroz puede guardar silencio o ejercitar el olvido ante la existencia de los presos de Guantánamo, las torturas en las prisiones iraquíes controladas por los americanos, la repugnante altanería de un ejército cobarde como no ha habido otro en la historia, que utiliza las armas más sofisticadas contra los resistentes de Faluya -es un ejemplo-, armados con morteros ligeros y kalashnikovs, etc. y se vanagloria de heroísmo.
Son muchos los analistas que han manifestado sin rebozo en los últimos meses que Bush y sus mesnadas constituyen la extrema derecha de su país. No es algo nuevo pero nunca se había afirmado de forma tan explícita y por tanta gente. Ya es hora de que llamemos las cosas por su nombre: al pan, pan y al vino, vino.
El hecho cierto es que el número de votantes estadounidenses que apoyaron su reelección fue mayor que el de los que lo hicieron por el candidato demócrata, de cuyas caracteríticas y propuestas no voy a hablar ahora. Diré cuando menos que parecía un individuo bien educado y bastante culto, lo cual ya es mucho si lo comparamos con quienes ocupan la presidencia o los ministerios en Washington. Es decir que una mayoría de habitantes de los Estados Unidos de América del Norte se han pronunciado a favor de una opción de extrema derecha. Cuando esto se da en otros países suele ponerse el grito en el cielo por parte de los gobiernos y la ciudadanía democrática. Cabe pensar que todos aquellos que se alegran de la reelección de Bush participan de idéntica opción.
Matices y reacciones
Han sido igualmente curiosas, divertidas o patéticas, según se mire, las reacciones que se han producido. Ciertos columnistas, tertulianos y políticos en activo se ha mostrado exultantes ante un triunfo que consideran como propio. Da la impresión en algunos casos que quieren arrojarle a la cara al electorado epañol que no hicieran lo mismo en su día. Posiblemente piensen las diferentes agencias estadounidenses y el Departamento de Estado que estos comentarios podrán paliar el descrédito que padecen en el mundo. Puede que una vez más se equivoquen. Sin duda pagan bien a quienes colocan a su servicio, ¿pero de qué crédito y prestigio disfrutan en sus respectivos países quienes escriben o hablan en términos similares?
No es caso de responder con razones al fanatismo fascistoide de algunos columnistas convenientemente disfrazados de liberales a ultranza, ni de entrar al trapo en debates imposibles en que se niega lo evidente. Sí es interesante por el contrario aludir a una actitud expresada en términos bien distintos, que viene a decirnos que en realidad Bush ganó por muy poco, que Estados Unidos está menos dividido de lo que parece y que sobre todo, la ciudadanía que le ha dado su voto no apoyaba a la extrema derecha ni al fanatismo religioso que Bush representa. A este criterio responde un artículo de Emilio Lamo de Espinosa, director del Real Instituto Elcano, publicado en el diario El País el 16 de noviembre pasado. Da unas cifras que buscan fundamentar su propósito, método que no pocas veces oculta tras los guarismos entecos la verdad, siempre más compleja.
No obstante la palma se la han llevado las reacciones de algunos políticos a los que sólo les faltaba gritar a pleno pulmón: “¡Hemos ganado!”. Cualquier detalle ha servido para extender entre la ciudadanía española la idea de que Bush no respondía a la llamada de pura cortesía del Presidente Rodríguez Zapatero, porque ahora nos iban a castigar por haber retirado las tropas de Irak, no incluir su bandera en el desfile de las fuerzas armadas y ejercer en fin la soberanía nacional a cuya defensa y cuidado debe empeñarse el gobierno.
Después ha irrumpido la táctica de crear y difundir el miedo. Todo vale una vez más. Los americanos son un elefante y nosotros una mosca que los hemos irritado. ¡Ya podemos atarnos los machos! Van a retirar su apoyo político respecto a Marruecos, van a dejar de comprar barcos a los astilleros españoles y zapatos y otras desgracias parecidas. La consecuencia es que pronto habrá más de un millón de trabajadores en paro. Primero lo dijeron algunos políticos, después lo airearon ciertos comentaristas. Al final un pobre taxista me lo contaba como gran novedad que acababa de oír en la COPE.
¿Cuál es el problema? La cuestión que se dilucida una vez más no es sólo de España sino de Europa, de la que nuestro país forma parte. Un sector de la derecha española más recalcitrante a cuyo frente se encuentra el señor Aznar, amigo del alma de Bush según ha dicho, ha olvidado al parecer el concepto de la dignidad nacional. En cualquier caso no deja de ser indicativo que en las conclusiones del último congreso del PP, la primera que se enuncie sea reforzar y ampliar la alianza con los Estados Unidos. ¿Debe ser esa la primera preocupación de un partido político de dimensión nacional, y en consecuencia un instrumento vertebrador de la sociedad española? En mi opinión no, desde luego.
Quizás por todo ello sea necesario subrayar que la actitud del Presidente Rodríguez Zapatero en este asunto, de la que muchos españoles nos sentimos orgullosos, nos ha devuelto la dignidad como país y como pueblo. No es comprensible que se haga cuestión de que no se invite a la bandera de un país en el desfile de nuestras fuerzas armadas, y lo haya sido la de Francia por razones de conmemoración histórica. ¿Por qué no decir lo mismo de la de China, Suecia, México o cualquier otra? Aceptar el cararácter ineludible de dicha presencia es considerar que somos unos lacayos o siervos de esa administración y de lo que hoy representa. Muchos no estamos dispuestos tampoco a aceptarlo.
Es preciso recordar un hecho que a algunos puede parecer irrelevante pero que en mi opinión no lo es: tras el triunfo de Bush más de cien mil norteamericanos han mostrado su intención de marcharse al Canadá y cambiar de nacionalidad. No desean vivir donde mande ese sujeto, aseguran. En términos cuantitivos puede pensarse que no son muchos, pero como síntoma parece un dato expresivo de la opción de una parte de la ciudadanía estadounidense respecto a lo que allí sucede. Muchos otros opinan lo mismo aunque no se vayan. Esos estadounidenses merecen todo nuestro respeto, aunque su porvenir sea por el momento sombrío.
El Maine como excusa
Quienes con tanto ardor y sumisión atacan la decisión del gobierno respecto a la invasión y destrucción de Irak, deberían repasar algunos acontecimientos que afectaron nuestras relaciones en el pasado y que tienen una palmaria similitud con el presente. La historia de España nos ofrece un ejemplo de “casus belli” inventado por parte de los Estados Unidos, para justificar la declaración de guerra contra nuestro país y su invasión de Cuba. Se trata del Maine.
Todo comenzó en octubre de 1897 cuando el republicano McKinley sustituyó al demócrata Cleveland, partidario de la neutralidad respecto a los conflictos de terceros, en la presidencia de los Estados Unidos de América del Norte. El nuevo embajador de Estados Unidos, Woodford, presentó un ultimátum a Sagasta, Presidente del gobierno español: Si no se restablecía la paz en Cuba, “ellos intervendrían”.
La concesión de la Autonomía a Cuba y de una amnistía general (7-XI) no frenaron como era de suponer las operaciones de los independentistas cubanos. Las intenciones estadounidenses eran claras, aunque estos datos se han sabido más tarde. En enero de 1898 el Subsecretario de Marina de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, entregó al presidente McKinley un informe sobre la estrategia naval a seguir en caso de una intervención militar en Cuba. Su plan preveeía el bloqueo marítimo de la isla y el envío de una escuadra volante para atacar las Canarias, La Coruña, Santander, Cádiz, Barcelona y otros puertos españoles.
Respondiendo a la estrategia de provocación, el 25 de enero el acorazado “Maine” llegó al puerto de La Habana para salvaguardar, según dicen, la vida y los intereses de los estadounidenses que viven en la isla. Se trataba de una de las unidades más modernas de su flota. Hace su entrada en el puerto en zafarrancho de combate. Su presencia es considerada como “anormal” por parte del gobierno español y está plagada de “irregularidades legales”.
La actitud provocadora va a completarse con una fanatizadora campaña de prensa que alcanza su paroxismo en el New York Journal, diario propiedad de Hearst, el que inspiró el personaje de la película de Orson Welles Ciudadano Kane. El 26 de enero titula en primera plana: “Por fin, la bandera de los Estados Unidos en La Habana”. El periódico que tiraba en aquel momento 150.000 ejemplares, sube ese día a 300.000.
A lo largo de los días siguientes el New York Journal procede a una campaña de intoxicación y agitación, con titulares de primera plana alarmantes, para fanatizar a las multitudes del país y exaltar lo que ellos entienden por patriotismo. Se decía entre otras cosas que los soldados españoles atacaban hospitales, violaban mujeres, envenenaban los pozos de agua potable o daban de comer a los caimanes prisioneros de guerra. Sirva este titular como ejemplo: “Los soldados españoles tienen la costumbre de los toreros, les cortan las orejas a los prisioneros cubanos y las guardan como trofeos”.
El 8 de febrero el embajador estadounidense Woodford propone a la Regente comprar la isla de Cuba por 300 millones de pesetas, más un millón de comisión para los intermediarios españoles que eran, al parecer, un comerciante tabaquero, Ramón García, y el marqués de Valdeiglesias, director del periódico conservador y monárquico La Epoca. El embajador le sugiere además que sería conveniente sustituir a Sagasta como presidente del Consejo de ministros para que todo fuera más fácil.
El 9, el Bucanero, un supuesto yate registrado como “barco de recreo” que es en realidad un gran buque con casco de acero y artillado con ocho cañones, propiedad de William Randolph Hearst, fondea en el puerto de La Habana junto al Maine. Permanece anclado setenta y dos horas y durante este tiempo se produce gran circulación de tripulantes entre este barco y el Maine. Por si fuera poco, el día 12 al abandonar el Bucanero el puerto de La Habana entra en el mismo el torpedero estadounidense Cushing.
El 15 de febrero, martes de Carnaval, a las 21:39, se produce la explosión del acorazado «Maine». Perecen 266 marinos. Aunque las autoridades españolas no tienen nada que ver con el incidente y parece más bien que se ha producido en el interior del buque, determinados medios periodísticos, políticos militaristas y belicistas así como los consorcios armamentísticos estadounidenses, inflaman de forma inmediata a la opinión pública estadounidense para llevarlo a la guerra. El 17, antes de que se reunan las comisiones de investigación ni haya declaración oficial, el New York Journal titula en primera página: “La destruccion del Maine fue obra del enemigo”. Ofrece además una recompensa de 50 000 dólares a quien dé pistas sobre el autor de la explosión. Nadie pudo darlas y nunca se cobraron.
Al día siguiente, los titulares del New York Journal son contundentes: “Guerra… Seguro. El Maine destruido por españoles. Se descubre el agujero que demuestra la explosión de un torpedo”. No existía hasta entonces ningún informe oficial, pero en el propósito agitacional había que convertir el supuesto en certidumbre. Para rematar la faena, el periódico comienza a obsequiar a sus lectores con “El juego de la guerra contra España”. Consistía en una baraja de cartas y fichas de las escuadras de los dos países. Es fácil deducir que los procedimientos no han cambiado.
El gobierno español propone una investigación conjunta o un arbitrio internacional que determine las causas de la voladura del Maine. Nada que hacer, la propuesta es rechazada por el gobierno de Estados Unidos inducido por Theodore Roosevelt, belicista inflamado, Subsecretario de Marina y decidido partidario de ir a la guerra contra España. El 23 de febrero, el New York Journal que alcanza el millón de ejemplares de tirada, titula en primera página: “Así está hundido el Maine. La nación americana conmocionada por la fiebre de la guerra”. Las informaciones son una pura fabulación.
Al infierno con España
Al grito de Al infierno con España, Recordad el Maine, que se utiliza en los carteles propagandísticos, Hearst y el New York Journal promueven la recluta en todo el territorio de Estados Unidos de 300 000 voluntarios para una guerra contra España en Cuba, Puerto Rico, Filipinas y las Islas Carolinas. Compra igualmente un carguero que proyecta conducir al canal de Suez y hundirlo, para impedir el paso de la escuadra española que acudía a las Filipinas. La acción no llegó a realizarse porque los buques españoles volvieron grupas para defender las ciudades y costas que pretendía bombardear la flota americana.
El 19 de marzo, una resolución conjunta de las dos Cámaras del Congreso estadounidense autoriza al presidente McKinley a utilizar la fuerza, y obligar a España a abandonar sus territorios de América. Así mismo impone un ultimátum: si antes del 23 de abril España no ha ofrecido una respuesta satisfactoria, los Estados Unidos utilizarán la fuerza sin posterior aviso.
Los diferentes episodios que condujeron a esta resolución responden a un diseño preciso. La ubicación del Maine en el puerto de La Habana era en sí misma y en aquellas circunstancias un acto de provocación, al que las autoridades españolas respondieron con estricta cortesía y tacto. La voladura del acorazado constituía la gran excusa, el “casus belli” para desencadenar el conflicto. La operación tiene una perfecta similitud con el falso incidente del golfo de Tonkín, que justificó para ellos los bombardeos de Vietnam del Norte, o la tenencia de armas de destrucción masiva en Irak en fechas bien próximas. Sólo los nazis para justificar las invasiones de Checoeslovaquia y Polonia se atrevieron a tanto.
De forma convergente se orquestó antes y al unísono una campaña de intoxicación informativa, demonización y odio a España de gigantescas proporciones. Esa fue la tarea de Hearst y su New York Journal. En cierto modo constituyó el gran ensayo general de todo lo que se ha venido haciendo después. Se falsearon sistemáticamente las informaciones, se inventaron atrocidades, se dieron por ciertas cuestiones sometidas a investigación reservada y se exaltó un “patriotismo” elemental, rastrero, fanático, transmutado en simple impulso irracional de venganza. Para conseguir esto todo valía, con absoluto desprecio de la ética más elemental.
No sólo fue cosa de Hearst, aunque fuera el más dedicado a esta operación. La primera película con argumento que se hizo en Estados Unidos este año llevaba el significativo título de Rasgando la bandera española. Tenía una duración de poco mas de un minuto y tres únicos planos: en el primero, una bandera española ondeaba al viento; en el segundo, unas manos blancas arrancaban la bandera; en el tercero, las mismas manos la sustituían por la bandera estadounidense. Tuvo un enorme éxito de público. Lo cuenta José Antonio Plaza en su libro “Al infierno con España”. La voladura del Maine (Madrid, 1997).
Quedaban por fin los intereses de los fabricantes de armas y de la política expansiva estadounidense representada por el partido Republicano, que abandonando la neutralidad de Cleveland necesitaba una guerra y extender su control al Caribe. El mecanismo de apariencia democrática con las dos cámaras del Congreso reunidas para darle al presidente el poder de utilizar la fuerza, es también similar al de otras muchas ocasiones. Así se hizo recientemente con Bush, para que a partir de una falsedad ahora demostrada, como fue hace más de un siglo la del Maine, pudiera invadir Irak y matar, porque toda guerra implica muerte y destrucción.
El 19 de abril los Estados Unidos declararon la guerra a España. Sólo intervinieron cuando las tropas y recursos españoles en Cuba y Puerto Rico estaban al borde del colapso. Su intención real era apropiarse de ambas islas y todo lo que hicieron desde su desembarco estuvo destinado a neutralizar la presencia de las fuerzas independentistas cubanas, a reducirlas a unidades de apoyo y, finalmente, a desarmarlas una vez que izaron su bandera de las barras y las estrellas.
Las verdaderas causas de la explosión del Maine
La comisión estadounidense creada en 1898, aseguró que la explosión del Maine se había causado desde el exterior, por la acción de una mina. España no había ejecutado la voladura, pero era responsable por no haber proporcionado la adecuada seguridad. La española negó cualquier responsabilidad y aseguraba que la deflagración se había producido en el interior.
En 1911 se procedió a reflotar los restos hundidos del buque y una segunda Comisión investigadora procedió a estudiarlos. El gobierno español no quiso participar en ella alegando que “sólo serviría para enconar viejas y dolorosas heridas”. Sus conclusiones ratificaban la existencia externa de una mina, unida a una acumulación de gases entre el casco y la cubierta protectora cuya expansión violenta produjo los destrozos internos.
En 1975 una tercera Comisión dirigida por el almirante Hyman Rickover, director de la División de Energía Nuclear de los Estados Unidos, llevó a cabo un estudio más completo y sistemático de fuentes, informes y restos, con la utilización de técnicas de análisis muy sofisticadas. Las conclusiones fueron sorprendentes e implacables: “la explosión del depósito de municiones A-14-M provocó todos los daños en el Maine“. La causa era por tanto de naturaleza interna y se debía a una única deflagración. Su origen: el incendio de la carbonera A-16, situada junto al pañol de municiones, cargada de carbón bituminoso que por llevar más de tres meses y medio almacenado era susceptible de una combustión espontánea, de lo que existían antecedentes en otros barcos de la Armada estadounidense.
Respecto al caso que nos ocupa, tenemos derecho a pensar que la combustión de la carbonera pudo ser “espontánea” o “provocada”. Cualquier agente, gubernamental o privado, pudo inducirla. El trasiego que se produjo desde el Bucanero de Hearst, fondeado a su costado, los días anteriores a la explosión, abre más aún dicha posibilidad. Quizás algunos piensen que constituye una desmesura mantener que alguien puede asesinar a sus compatriotas para lograr sus deseos. Creo que desconocen la mentalidad psicopática de este tipo de individuos, dispuestos a cualquier cosa para conseguir sus objetivos y saciar sus intereses. Gentes así no iban a dudar ni vacilar por el hecho de que perecieran 266 de sus compatriotas, muchos de ellos marinería de color, si con ello podían forzar una guerra que les interesaba y convenía en planos diversos. También esto se ha llevado a cabo muchas otras veces, aunque no se diga.
Colofón
No se trata de recordar el pasado para amamantar rencores, pero no podemos olvidar episodios como éste que iniciaron un camino utilizado con frecuencia por las administraciones estadounidenses, que afectó directamente a nuestro país. Cuando sus gobernantes han hecho otro tanto en Irak, lo mínimo que podemos hacer es recordarlo cuando está en juego nuestra propia dignidad.